Fito, el hombre del olvido

Relatos personales

Fito, el hombre del olvido

Miguel Valera

I

—Mire compadre, la verdad a la gente se le olvida todo, no tiene memoria o si la tiene, es flacucha, enclenque, débil, enfermiza. La gente está metida en lo cotidiano, en lo de hoy y si acaso recuerda lo de ayer, pero no más, así que no se preocupe. La gente vive más de los sentidos externos y se olvida de los internos, en donde está la memoria y la imaginación, las cuales, por cierto, se confunden, porque muchas veces imagina cosas que no son propiamente recuerdos y ahí es donde llevamos ventaja. Así que adelante, láncese de diputado.

  • ¿Oiga compadre y los rumores, los murmullos? —N’ombre, de esos ni se preocupe. Los murmullos solo mataron al Juan Preciado de Juan Rulfo, pero eran voces del más allá, de muertos como él. Esas voces a los vivos no les hacen nada. A la gente hay que recordarles sus necesidades y con eso están de nuestro lado. Ellos, sobre todo los pobres, siguen hambrientos de esperanza y eso hay que darles.

Rodolfo Ortigoza Domínguez se acicaló, se acomodó los pocos cabellos que le quedaban en el cráneo e inició su discurso, para recordarle a la gente su maravillosa vida en la función pública, sus logros y bondades, su ínclita trayectoria. La gente le aplaudió con emoción, devoción y entrega, porque en efecto su memoria era muy flaca.

II

“Fito”, como le gustaba que le dijeran, para sentirse cercano del pueblo, había iniciado muy joven su trayectoria política, impulsado y recomendado por un sabio del pueblo. En una enorme biblioteca, llena de luz y posibilidad, al lado de otros jóvenes, conoció las obras lo mismo de Platón que de Aristóteles, así como de Hobbes, Rousseau, Montaigne y Montesquieu.

El sabio, que amaba conversar con los jóvenes provincianos, solía decir que “la política es la posibilidad de hacer el bien masivamente. Si se es malnacido, es la posibilidad de hacer el mal, también masivamente”. Con esas ideas los animaba a tomar el camino de la cosa pública, de la política, para servir a las mayorías.

Rodolfo Ortigoza Domínguez fue diputado muy joven y poco a poco fue escalando en el mundo de la política. Cuando fue Ministro de Educación, todos pensaban que sería el “Vasconcelos” de la nación, pero ¡oh decepción! se convirtió en un saqueador, como casi todos los que han ocupado ese puesto.

III

Hábil, astuto, cuando su líder político cayó en desgracia, “Fito” logró pactar y salió librado de la cárcel, por la cercanía con otros políticos de las altas esferas. Su nombre no apareció en las listas de los condenados y su expediente quedó aparentemente limpio. Desde las mazmorras federales, don Juan Nepomuceno Oryazabal, el saqueador, le mandó mensajes para reconocer su sagacidad al evadir la justicia.

Una tarde fría, de esas que calan hasta el tuétano, le llamó para pedirle un favor muy especial, de esos que sólo se piden a los amigos, a los cercanos, a los íntimos. —Quiero que tú personalmente me traigas a Dominga. Es mi novia, mi amante y me voy a casar con ella.

A partir de ese día, como amigo de confianza, Fito empezó a llevarle al reclusorio a la señora D, siempre muy guapa, muy bien presentable. A pesar de que los años ya empezaban a notarse, irradiaba un gran aire de juventud, esa brillantez en los ojos que dan las feromonas del amor.

Una vez a la semana, como en una liturgia sagrada, Fito se preparaba y además de la hermosa compañía, llevaba a don Juan Nepomuceno Oryazabal deliciosas viandas para acompañar la velada, lechón tierno, pasta fresca, ensalada mediterránea, agua evian y dos o tres botellas de Flor de Pingus, un vino de la Ribera del Duero, con aromas a fruta muy madura tanto roja como negra, tonos florales, con largo y jugoso final, que le gustaba tomarlo a 15 grados de temperatura. ¡Qué no se podía con el dinero!

IV

Fito regresaba de la ciudad central a su campaña en provincia para seguir inyectando esperanza en la gente. En sus redes sociales, en llamadas telefónicas, en encuentros virtuales aquí, allá y acullá, les decía que estaba de vuelta y ahora sí había llegado el tiempo de que ellos, los ciudadanos, fueran los protagonistas de su propia historia.

Nadie recordaba su historia de saqueo y corrupción. La memoria, como había escrito Héctor Abad Faciolince, es un espejo opaco y hecho añicos; está hecha de intemporales conchas de recuerdos, desperdigadas sobre una playa de olvidos.

¡El olvido! Esa era la apuesta política de Rodolfo Ortigoza Domínguez. Sobre el olvido había construido su ideario, su plataforma política, su proyecto legislativo y de gobernanza.

¿Qué podría fallar? Alguna vez se lo había escuchado decir a Gabriel García Márquez: “la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”. Y él, ¿para qué quería vivo el pasado? No, lo quería enterrado y por eso estaba ahí, nuevo, renovado, encumbrado y sacralizado en el Olimpo de la política.