CABALLO DE CRISTAL
|- El cuento.
Luis G. Mendoza
La conocí el 29 de noviembre, cuando un amigo y yo coincidimos en la calle y me la presentó. Luego solía acompañarlo a los cafés de la tarde y ocasionalmente lo visitaba en el trabajo como pretexto para verla.
A pesar de mi insistencia, nunca pude convencerlo de que la invitara a salir y luego escabullirse para dejarme solo con ella. Llegué a pensar que eran pareja o algo así, pero él siempre lo negaba, aduciendo tener novia y que iba a casarse y que además no era su tipo.
Su confesión me sorprendió porque de hecho Laura era guapa, de fina estampa, como decía mi abuelo, alta, transparentemente blanca y unos ojos color miel impactantes.
Cuando el compañero, su amigo y a la vez mío dejó de llegar a la oficina sin razón conocida, también ella dejó de asistir. Al principio lo vi de manera normal, después me preocupé hasta que me di cuenta que la extrañaba. No supe de ella durante años, quizás cinco.
Incluso estando con una novia, pensaba en ella y la imaginaba ya casada, con hijos y yo como me sentía pendejo extrañándola y jurando que ella ni en cuenta, viviendo feliz al lado de alguien que aseguraba no la quería. En fin.
En mis pláticas la sacaba a colación, mencionaba su nombre o la comparaba con una artista de la tele o una modelo de hermosa figura. En las primeras veces me secundaban y “Tranquilo carnal, verás que pronto sabrás de ella”, pero luego de un tiempo me cortaban, o me cambiaban la plática, hasta que dejé de mencionarla porque eran unos desconsiderados.
Luego de un tiempo me casé con la que hoy es mi ex esposa.
Al pasar dos años se aburrió de mí o vio la nostalgia en mis ojos por alguien que no sabía describir ni descubrir quién era o dónde vivía.
En todos esos años amándola sin conocerla ni teniéndola, solo una vez pude tener una esperanza cuando una compañera de trabajo me dio sus saludos:
- Te mandaron saludos, amigo.
- Ah caray, ¿quién?
- Laura
- ¿Laura?
Me hice el loco, debo confesarlo, pues no quería dar a conocer mi emoción.
Pero al notar mi alegría en el rostro, me comentó que fueron a tomar un café y me explicó que era su amiga y se llevaban bien. Después añadió que de pronto se acordó de mí y que le caía bien y que notaba era un buen chico. Me contó la historia de su vida, que se había casado pero que el fulano la dejó junto a su pequeña hija para irse con otra. Me sorprendió aún más cuando dijo que supo que me había casado y que al poco tiempo lo hizo ella. Pero que me apendejé y no supe qué decir, culpándome de todo, hasta de su fracaso.
Recobré la postura y le pedí su teléfono, pues deseaba saludarla. Pero lo negó y agregó que le preguntaría a ella.
Esa tarde estuve pensando en Laura. Tomaba café y suspiraba. Escuchaba canciones, sobre todo esa de “Laura no está”. Por la noche no podía conciliar el sueño.
A la hora del desayuno me apresuré en llegar a la cafetería para ver a la amiga de Laura. Al verla la saludé con amabilidad pero supo por qué la buscaba.
- Te tengo malas noticias, amiguito. Le pregunté a Laura pero ¿qué crees?
Sentí un viento helado recorrer en mis venas, al tiempo de tragar saliva, esperando lo peor.
- Ya regresó con el papá de su hija, dice que le va a dar una oportunidad solo por su hija pero que ya no lo quiere, pero le di tus saludos y se puso roja, sonriendo.
Ah qué caray, dije hacia mis adentros. Bueno, gracias amiga.
Al verme partir sin el desayuno, me dio otra mala noticia.
- Se va a ir a su rancho, porque su marido no tiene trabajo y su papá lo va a tener ahí para que lo ayude en el campo.
- ¿Pero ella, su trabajo?
- Pues ya la vi decidida y pues cuando se le mete en la cabeza algo no hay quién la convenza de otra cosa.
Esa otra tarde, tampoco comí y mucho menos pude dormir…
A decir verdad, la pasé mal toda esa semana. No salía después de llegar a la oficina y no contestaba el teléfono ni a amigos ni familiares. Me sentía un autómata y comía poco y buscaba en Internet cómo encontrar a la mujer de la vida sin saber en dónde vive.
Llegué a desesperarme mucho; quería salir corriendo hacia su rancho y gritarle mi amor en medio de todos, aunque me corrieran y ella se enfadara conmigo. Pero luego de unos minutos, lograba tranquilizarme y desistía de la idea.
Cinco años después mi vida transcurría como de costumbre, de la casa a la oficina y viceversa. De vez en cuando salía con amigas, iba al cine y me metí a unas clases de yoga para equilibrar mi vida, que francamente no tenía equilibrio por ningún lado.
Un diciembre, con un frío que no se había sentido en la ciudad durante muchos años, me llamaron de la librería en donde había pedido un libro. Pensando si ir o no, tomé valor y me abrigué como un esquimal, agarré mi bufanda y un gorro y salía hacia allá.
Para sacudirme lo entumido de los huesos, me fui caminando para sentir esa brisa helada en mi rostro y de paso relajarme. Pensaba en una taza de chocolate y decidí de buenas a primera sentarme en la cafetería y empezar a leer el libro ahí mismo. Sirve que me distraigo tantito, dije hacia mis adentros.
Al llegar, saludé al dueño, pues además de ser mi proveedor de mis pedidos bibliográficos, lo consideraba mi amigo y a quien le pedía recomendaciones de las novedades. Sin embargo, nuestra plática fue breve, ya que debía ir a otro lugar. Al pagar mi libro, decidí antes de sentarme a tomar esa taza de chocolate, ir a los estantes y ver qué libros nuevos habían llegado.
En ellos me entretuve bastante, los hojeaba, veía los precios, los ponía de nuevo en su sitio y caminaba por los pasillos, buscando algo interesante, hasta que me topé con un libro titulado Caballo de cristal, en cuya portada lucía la foto de una figura equina hecha de cristal cortado, o eso parecía.
Me entretuve leyendo la contraportada y estaba absorto repasando su historia que a groso modo trataba la vida de un tipo solitario que estaba enamorado de una amiga, a quien dejó de ver durante 25 años. El paralelismo de la anécdota automáticamente la relacioné con la mía y entonces decidí comprarlo, además que desde hace años me gusta coleccionar caballos en todas las modalidades y figuras, ya sea de madera, cristal, metal y hasta de barro.
Dispuesto a seguir la lectura en mi casa, cerré el libro y me despabilaba con soltura, mientras sonreía.
- Disculpe, ¿tendrá el libro de poemas Demasiado amor?, preguntó una voz femenina, que creyendo no era para mí, la ignoré para dirigirme a la caja a pagar.
- Oiga, ¿trabaja usted aquí?, mientras sentí una mano sobre mi hombro para detener mi ruta.
Fueron segundos, minutos, horas o siglos que me quedé callado.
¿Enrique eres tú?
Anonadado, salí de mi cavilación y sorpresa con otra obviedad
- ¿Laura? ¿Qué haces aquí?
Sin más , me dio un beso en la mejilla junto a un abrazo caluroso.
Sentí que nunca había dejado de verla o que la conocía tan cercanamente como a una amiga, excepto que era de hecho, la mujer de mi vida.
- ¿Estás ocupado?, me preguntó
- No, de hecho iba a tomarme una taza de chocolate, le respondí.
- ¡Qué gusto de encontrarte aquí!, dijo al tiempo de sonreír con la alegría de verme
- ¡A mí también, Laura!
- Déjame llevar el libro y nos sentamos a tomar el chocolate, me sugirió, al momento que escondía mi libro encargado que de hecho, era ese.
Me adelanté a pagar y luego me senté en un sillón de la cafetería, mientras contemplaba a Laura, sonriendo y feliz de encontrarla luego de cinco largos años, en que no supe de ella.
Al verla caminar hacia mí, le hice una seña al mesero con quien previamente me había puesto de acuerdo, de cuando llegara ella, llevara los chocolates.
No puedo calcular cuánto tiempo estuvimos platicando y poniéndonos al corriente, además de recibir su recriminación de no haberla buscado antes ni llamarle por teléfono, quedándome callado porque descubrí que fui víctima de una trampa puesta por su amiga, o quien se decía su amiga y al comentarle ese episodio confesó que a ella también le dijo cosas desagradables de mí y le inventó que me la pasaba socializando con todas las compañeras del trabajo, a lo que añadí que sí las saludaba pero que de hecho no convivía con ellas.
Al despedirse, porque cerraban la librería, me preguntó mi teléfono y de mi portafolio saqué una tarjeta, resaltando con un plumón naranja mi número celular.
Me dio otro beso y otro abrazo, y yo aproveché la ocasión para oler su perfume y guardarlo para mí.
Quizás pasaron semanas, o meses sin saber de ella y sintiéndome abyecto enamorado porque no le pedí su número telefónico.
Hablé a la librería para preguntarle a mi amigo si de casualidad conservaban los teléfonos de los clientes y me dijo que solo en algunos casos, como el mío, de cuando solicitaban un libro y cuando llegaban hablaban a los clientes para avisarles. Pero en su lista no había ninguna Laura.
Lamenté mi suerte y me vi envuelto en un lío mucho peor que el de antes de reencontrarla.
Seguí mi vida godinezca, de la oficina a mi casa y viceversa.
Cuando caminaba abrigaba la esperanza de encontrarla en una calle o coincidir con ella en la librería a la que iba un día sí y al otro también, apostando a mi fortuna. Pero nada.
Hablaba con mi amigo Ugur y rogaba que si llegaba me diera el anuncio inmediato y correr hacia allá. Pero tampoco nada…
Traté de mantener la calma y no niego que llegué a pensar que se trataba de un sueño y que ese día en la librería todo se trató de una mera aparición.
Luego de dormir una siesta durante una hora y al despertar revisaba mi celular con la ilusión de encontrar un mensaje o hablaba al negocio de mi amigo,.
A veces revisaba las otras tarjetas y veía que mi número estuviera bien, enseguida hacía la prueba con el plumón naranja para ver que no borrara ningún dígito o no dejase ver algún número.
Al bajar a desayunar en el trabajo, aguantaba la tentación de acercarme a su amiga, o ex amiga, o a una conocida de ella para preguntarle su teléfono, pero me acordaba de la jugarreta que nos había hecho y me detenía, aunque yo la saludara como si nada.
Releía el libro Caballo de cristal para ver en qué terminaba la historia. Serenidad y paciencia mi querido Solín, me decía a mí mismo para darme ánimos.
Desde esa fecha, me refiero a la que vi a Laura, tuve un especial cariño y cuidado con mi propio caballo de cristal, y lo limpiaba con devoción, le tomaba fotos y lo compartía como foto de perfil.
Aunque parezca inverosímil, a pesar de su sencillez era chuleado, pues no es más que un caballo transparente en forma de los caballos de madera; es decir, con patas curvas como las de una mecedora, que al moverlo se balancea de un lado a otro. La figura no mide más de seis centímetros y medio de largo por unos cuatro de alto y tal vez un centímetro de ancho. Sin embargo, poseía una curiosa belleza, con sus crines azules y en posición de sumisión pero también de rebeldía. Lo compré en un viaje que hice a Tlaxcala y desde el primer momento lo coloqué en un librero donde se mantuvo inamovible durante mucho tiempo.
No puedo decir que olvidé el encuentro, pero ya no robaba mi atención como en los primeros días posteriores. Sin embargo, a ratos recordaba su saludo de inicio y el de despedida, así como la promesa de llamarme.
A veces pensaba que su esposo o quien estuviera con ella encontró la tarjeta y la rompió en pedazos, o que la cuestionó acerca de mí. En fin, puras barbaridades…
¿Le daría mal mi número?, me cuestionaba a mí mismo. Otra vez la burra al trigo, me recriminaba…
En el libro, los protagonistas terminaban juntos pero por poco tiempo. Intensamente se amaron los personajes, pero disfrutaron cada momento, riendo, yendo al cine, cantando, cocinando juntos, cosas que las parejas hacen, pues.
Se conocieron en una tarde de lluvia, o mejor dicho, se reconocieron porque de hecho eran paisanos, venían ambos del mismo lugar, ubicado sin exactitud en una provincia de Yucatán, pues eran vecinos y estudiaban en la misma escuela, pero ella viajaba a una ciudad de Veracruz en donde trabajaba su hermano, a quien visitaba cada periodo de vacaciones junto a su familia.
Él, me refiero al personaje de la historia, trabajaba en una bananera pero desde la escuela quedó perdidamente enamorado de ella, y fue que se hizo amigo de su hermano, a quien él llamaba cuñado, para acercarse a su amada imaginaria de carne y hueso, pero lo único que hacía su “cuñado”, era sacarle las cervezas, las cenas, los refrescos, so pretexto que eso le daba puntos y de vez en cuando le inventaba que su hermana le había mandado saludos.
Sin embargo, en cierta ocasión ella regresó al pueblo pero con la sorpresa que lo hizo acompañada, pocos días antes de regresar a clases.
Llorando, pregúntale al hermano que quién chingados era ese fulano que había llegado con ella y pidió una respuesta sincera, “aunque me parta la madre”, y fue entonces que el ladino de su “cuñado” le confesó que era su prometido y que pronto iban a casarse, no tanto por amor sino porque ella estaba embarazada. Le contó que lo conoció desde el primer viaje, pues trabajaba con su otro hermano. Para el segundo viaje ya era su novio y luego de varios más, pues pasó lo que tenía que pasar y ni modo, así era la vida y que mejor se buscara a otra.
Entristecido, regresó a su casa abatido por la noticia, pero lejos de renunciar a su desesperanzado amor, decidió esperarla y durante años se mantuvo soltero, ahorrando y construyéndose una casa, pa cuando aquella regresara divorciada y con hijos. Así al menos tendrán adonde llegar, se decía.
Fue un aliciente para él el pensarla, pues se dedicó a estudiar los fines de semana y en ocasiones por las noches, pues no quería ser uno más del montón.
Así vivió durante años hasta que de buenas a primeras se casó con una mujer que trabajaba en un prostíbulo, hondureña ella pero por sus rasgos y color de piel parecía más bien gringa o europea. Con ella tuvo dos hijos y fue feliz hasta que enferma de cáncer murió en sus brazos.
Su otrora cuñado lo convenció para hacer un viaje a donde vivía su hermana; entristecido aceptó ya no con la ilusión de verla sino de distraerse y olvidar el trago amargo de su pérdida.
Al verla sintió esa especie de estremecimiento en el estómago; la vio más llenita, cambiada luego de parir tres hijos, dos mujeres y un hombre, cuyo esposo, a decir de su aliado ahora, era desobligado y mantenido, dejando a ella la responsabilidad por llevar la comida y absorber los gastos de la casa, trabajando de pe a pa, incluso fines de semana.
Esa vez fue la última vez que la vio, pues ya no volvió a saber de ella sino 25 años después cuando caminando por el parque de su pueblo la encontró tomando un helado y luego de entonces se frecuentaron, pues le contó se había separado y decidió volver al terruño para salir adelante, pues le resultaba más fácil.
Ya envejecidos, sonrieron por el reencuentro y él sin ya nada que perder le confesó su amor. Encanecidos, regordetes, con arrugas visibles, decidieron darse una quinta oportunidad y vivieron juntos, sin los hijos de nadie, pues ellos ya estaban establecidos en trabajos y hogares diferentes.
Así vivieron respetándose y queriéndose como pagando una deuda que se debían, hasta que él enfermó gravemente como consecuencia de la diabetes que padecía. Pero en su lecho de muerte, le pidió abriera el cajón del buró y sacara una pequeña cajita y al abrirla, ella descubrió la figura de un caballo de cristal, el cual le compró una tarde y prometió que un día se lo daría, pero nunca se atrevió, incluso estando ya juntos. Ella lo besó tiernamente y él cerró los ojos para siempre. Al hacerlo, ella tomó el caballito de cristal y le dio un beso con ternura al tiempo de acercárselo al pecho.
Al concluir la lectura, cerré el libro inmediatamente, tomo el caballo de cristal del estante y lo limpio cuidadosamente. Voy a mi escritorio y extraigo una pequeña caja y la adorno con esmero, coloco dentro la figura del caballo y la cubro con papel como si fuera un experto envolviendo regalos. Me hago la promesa de entregársela a Laura en una cita, si es que llegara a pasar, pero no el día de mi muerte, ni pienso esperar tantos años para hacerlo.
Hojeo el libro de nueva cuenta y me brota un suspiro extenso hasta que el sonido de mi celular me trae a la realidad. Sin embargo, creyendo que se trata de una de las tantas promociones del banco o de una compañía de teléfono, no presto atención al mensaje.
Me mantengo contemplando lo que llamo mi obra de arte, el regalo para Laura. Aún sin saber si lo entregaría algún día.
Tentado por la curiosidad, leo el mensaje, pero lejos de satisfacer mi duda, se me acrecienta mucho más, pues pienso que se trata de un desconocido, o peor aún, un número equivocado, ya que se solo se lee un escueto “Hola”.
Decidido a resolver mi inquietud, respondo con otro simple Hola, mientras observo el celular para esperar la respuesta, que luego de unos minutos, por fin llega.
Al leerla brinco, canto jubilosamente, sin disimular mi alegría.
Corro al baño para rasurarme y darme un riego, como menciono en la respuesta enviada a mi remitente.
Me visto con mi mejor saco y una camisa nueva; me pongo el perfume más caro, recojo las llaves del bufete y coloco en el portafolio la caja con el caballo de cristal y salgo hacia la cita tanto tiempo añorada.