Maestros que dejan huella

Ada L. Castañeda Nevárez

No sé si el recuerdo que tengo de él fue de la primera clase a la que asistí. Solo lo  recuerdo al frente de un pequeño grupo.  Evoco su imagen y ésta viene a mi presente. Lo puedo ver con su pantalón oscuro, de esos que les llamaban “de pinzas” que eran como unos pliegues a la altura de la cintura y que le daban un poco de amplitud al corte y se iba reduciendo en el trayecto de la pierna rematando en un “puño” llamado valenciana (ignoro por qué). Su camisa blanca, impecable, planchada de seguro con almidón en los puños y el cuello, mismo que ostentaba una pulcra corbata. Qué decir de su rostro, siempre reflejando una paz interior que trasmitía al grupo, o cuando menos a mí y su cabeza perfectamente peinada. Nunca lo ví desaliñado. Creo que me enamoré de él para toda la vida.

Siempre en la primera fila de la pequeña aula, estaba sentada con toda mi atención escuchándolo explicar en dónde se encontraba el mar Mediterráneo, la ubicación de Egipto y Arabia, los desiertos de Sucot, Mara,  Elim, Sinaí y tantos lugares más, que de momento confundía. Eso no quitaba mi interés en lo  aquél maestro explicaba.  Con él aprendí que los mapas son como dibujos de un espacio real muy grande, que se expresa en un espacio pequeño, como una hoja de cuaderno o la página de un libro, para poder conocer aquellos lugares tan lejanos.

También aprendí que la parte que representa tierra, se colorean de cualquier color menos azul y que el azul está reservado exclusivamente para identificar las aguas.

Con mi maestro aprendí que todas las palabras tienen un significado y que ese significado tiene un origen, así como a las personas se les conoce con un nombre y provienen de una familia con la que tienen en común su apellido.

Descubrí  que existen signos que no son letras, pero que también se leen y sirven para entonar un texto. Así como se canta diferente un vals o un himno, una cumbia o una marcha, así mismo se “canta” diferente un punto, una coma, un paréntesis, etc.

Aprendí a disfrutar la lectura y a liberar la imaginación, una vez que entendía el significado de las palabras y cómo entonar los signos.

Con mi maestro pasaba largas horas que para mí eran un suspiro enamorado leyendo. ¿Qué leíamos? lo que fuera, lo que hubiera al alcance.

En ocasiones él leía, pero la más de las veces hacía que fuera yo la de la voz, creo que a veces se quedaba dormido y solo daba señales de vigilia cuando yo le preguntaba el significado de alguna palabra, para mí desconocida.

Nunca me contestaba de manera directa. Creo que conmigo usaba el método Platónico. Su respuesta era: ¿qué te imaginas que significa esa palabra? ¿Cerca de cual palabra está? de acuerdo al texto ¿qué idea te comunica? de acuerdo a cómo está escrita ¿de qué familia será?.  Y así me llevaba a descubrir aquel significado ignorado por mí. Esto no solo redundaba en aprendizaje de un nuevo vocablo, sino en la satisfacción de haber sido yo la que descubriera la connotación y la hiciera mía para siempre.

No les he dicho que cuando comencé a acudir a sus clases yo tenía 5 años, él era maestro de Geografía y de Etimologías Griegas y Latinas y se llamaba Porfirio Castañeda Martínez.

Mi maestro por siempre. Mi padre.