El último sueño de Jacinto
|Relatos Personales
El último sueño de Jacinto
Miguel Valera
Como casi todos los niños de su edad, Jacinto soñaba que volaba, surcando la cancha de fútbol de su escuela o los parques de Xalapa, la ciudad en donde ha vivido con su padre y sus hermanos. Aprendió a leer antes de que llegara al colegio, porque descubrió que la lectura lo podía trasladar a otros mundos, sin necesidad de salir de su casa, ubicada en una populosa colonia de la capital veracruzana.
A pesar del miedo por la pandemia del COVID-19, Jacinto vivía días felices, porque a casa había llegado su pequeña hermana Valeria. Aunque al principio la vio con recelo, ya que aún tenía hermanos de cinco y dos años y la nueva hermanita era muy llorosa, Jacinto aprendió a quererla rápido, se preocupaba por ella e iba corriendo a ver a su madre, para pedirle que le cambiara pañal o le diera su mamila.
Con todo y la pobreza, el pequeño “chino”, como le decía su padre, disfrutaba jugar con sus hermanos, ayudar a su madre en las labores de la casa, sobre todo ahora que había llegado una nueva integrante a la familia. Desde muy temprano se apuraba en todo lo que pedía y a la hora que le tocaba conectarse para la clase, tomaba el viejo teléfono móvil de su mamá para atender las indicaciones de la profesora. Cuando los “datos” no alcanzaban, no reclamaba, pero lloraba en silencio, lamentando el haber perdido esos minutos de conocimiento.
II
Esa noche de viernes que el huracán Grace llegó a Xalapa, el pequeño no podía dormir. Estaba acostumbrado a compartir cama y recámara con los hermanos, pero siempre pedía el lado de la ventana, porque le gustaba mirar la luna, los pájaros que se acomodaban en las ramas de un árbol o simplemente la oscuridad nocturna.
Desde hace días se entretenía en ver a una araña que había construido, en el alero del techo, una gran telaraña en la que atrapaba insectos para sobrevivir. Cuando su madre la vio quiso matarla de un escobazo, pero Jacinto se opuso y la defendió.
—Ay, tú y tus locuras de siempre “chino”, le dijo la madre, dejando al arácnido en su lugar
Era una araña gorda, de patas largas, con manchones amarillos. Jacinto no sabía si era venenosa, si era buena o mala. Lo que a él le impresionaba era su manera de vivir ahí, sostenida, en el aire, por hilillos casi invisibles, que le permitían justamente atrapar los insectos que le servirían de alimentos.
— Mira, Jose, le decía a su hermano, qué bonito animal y qué dichoso, es como esos animales de los que hablan en la iglesia, no trabaja, no siembra ni cosecha y ahí está vivo, a pesar del viento y del sol.
III
Mientras pensaba en esos detalles de la vida arácnida, Jacinto se iba quedando dormido, atemorizado por la fuerza de la lluvia por un lado y también por un “tronido” que escuchaba de algún lado de la tierra. No le hizo caso, pensó que era parte de “Grace”, ese huracán que había llegado a media noche a las costas veracruzanas. Aunque tampoco sabía bien a bien qué era un huracán, el pequeño Jacinto prefería ver, maravillado, la fortaleza de esa araña que se sostenía de hilos invisibles.
Al amanecer del sábado Jacinto se despertó de sopetón, escuchando el ajetreo de vecinos, policías y soldados, quienes con picos y palas removían la tierra de su casa. Se restregó los ojos lagañosos para ver mejor y entender lo que estaba pasando. Le gritó a su madre, le gritó a su padre y sólo alcanzó a escuchar su voz en un eco lejano, perdido.
Caminó hacia los hombres y mujeres que, en el barrizal, trataban de sacar los cuerpos de unos niños, sepultados por el cerro. ¿Pero qué pasa?, se preguntó. Se metió entre los soldados y policías, para buscar a su madre; la encontró tirada, abrazando, cubriendo, protegiendo a su pequeña hermana recién nacida. Fue entonces cuando se dio cuenta de la tragedia.
IV
Buscó a su padre, lo encontró llorando, petrificado, abrazando los cuerpos de sus hermanos. Ahí entendió todo. Se acercó al papá y quiso abrazarlo, pero no pudo. —Papá, papá, soy yo, “el chino”, le dijo, pero el padre no podía escucharlo. Sintió un dolor en el pecho, profundo, prolongado, quiso llorar, pero tampoco pudo. Rodeó la casa para tener otra perspectiva y la vio completamente destruida. Se la comió el cerro, pensó.
La ventana, desde donde veía la noche, estaba destrozada. Buscó la araña gorda, de patas largas, con manchones amarillos y tampoco estaba. Se acercó a los cuerpos tirados en el lodo y descubrió, uno a uno el rostro de su madre y sus hermanos. Cuando llegó a la última cobija se detuvo por unos segundos, temeroso de lo que podría encontrar. La levantó lentamente y vio su cuerpo inerte y sus sueños de vida hechos añicos.
Quiso llorar, pero no pudo. Había llorado tantas veces de niño. Había llorado por capricho, por voluntarioso, por berrinchudo, pero también había soltado lágrimas de alegría y de tristeza. Quiso soltar esas lágrimas ahora, por su propia ausencia, por la pérdida de su familia, pero ya no pudo. Tampoco sintió el típico nudo en la garganta. Impávido, como un muerto, se detuvo delante de su familia y aunque quiso detener a los policías que cargaban los cuerpos, ya no pudo hacer nada. Se quedó en silencio y se fue caminando hacia quién sabe dónde.