“Enemigos de la esperanza”

VIVIR CON ESPERANZA

Por Jacinto Rojas Ramos

“Enemigos de la esperanza”

Es la esperanza la que mantiene en pie a la vida, la protege, la custodia y la hace crecer. Si los hombres no hubiesen cultivado nunca la esperanza, si no se hubiesen aferrado a esta virtud, no hubiesen salido jamás de las cavernas y no hubieran dejado huella en la historia del mundo.

El poeta francés Charles Péguy, que nos ha dejado páginas estupendas sobre la esperanza, afirma que “Dios no se sorprende tanto por la fe de los seres humanos, ni siquiera por su caridad; sino que lo que realmente le llena de maravilla y le conmueve es la esperanza”. Recordemos los rostros de tanta gente que han estado en este mundo –pobres obreros, inmigrantes en busca de un futuro mejor– que han luchado tenazmente a pesar de la amargura de un hoy difícil, colmo de tantas pruebas, pero animados por la confianza de que los hijos habrían tenido una vida más justa y más serena. La esperanza es el empujón en el corazón de quien parte dejando la casa, la tierra, a veces familiares y parientes, para buscar una vida mejor, más digna para sí y para sus seres queridos. Es además “el empujón a compartir el viaje de la vida.

La esperanza no es virtud para gente con el estómago lleno, y esta es la razón por la que los pobres son los primeros portadores de la esperanza. A veces, haber tenido todo en la vida es una mala suerte. Pensemos en un joven al que no se le haya enseñado la virtud misma de la espera y de la paciencia, que no ha tenido que sudar nada, que ha ido quemando etapas y con 20 años no sabe cómo va el mundo. Ha sido destinado a la peor condena: la de no desear nada. Parece un joven, sin embargo, el otoño ya ha llegado a su corazón. Tener un alma vacía es el peor obstáculo para la esperanza. Es un riesgo del cual ninguno puede darse por excluido, porque ser tentados contra la esperanza puede suceder también cuando se recorre el camino de la vida cristiana.

Existe la tentación de caer en jornadas que se convierten en monótonas y aburridas, en las que ningún valor es merecedor de ser puesto en práctica. Es la acidia, como la definían los Padres de la Iglesia. Y cuando esto sucede, el cristiano sabe que esa condición debe ser combatida, nunca aceptada pasivamente. Dios nos ha creado para la alegría y la felicidad, y no para que nos quedemos en pensamientos melancólicos, pesimistas y de desánimo.

Cuidemos el propio corazón para oponerse a las tentaciones de infelicidad, que seguramente no provienen de Dios. Y cuando nuestras fuerzas parezcan flaquear y la batalla contra la angustia sea particularmente dura, podemos siempre recurrir al nombre de Jesús. Podemos repetir la oración simple de la que podemos encontrar huellas en el Evangelio y que se convirtió en el centro de tantas tradiciones espirituales cristianas: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ¡ten piedad de mí que soy un pecador! No estamos solos para combatir la desesperación. Si Jesús ha vencido al mundo, es capaz de vencer en nosotros todo aquello que se opone al bien. Si Dios está con nosotros, ninguno nos robará la virtud de la que tenemos absolutamente necesidad de vivir. Ninguno nos robará la esperanza

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