“El destino universal de los bienes y la virtud de la esperanza”

VIVIR CON ESPERANZA

“El destino universal de los bienes y la virtud de la esperanza”

Por Jacinto Rojas Ramos

Ante de la pandemia y sus consecuencias sociales, se corre el riesgo de perder la esperanza. En este tiempo de incertidumbre y de angustia, los invito a acoger el don de la esperanza que viene de Cristo. Él nos ayuda a navegar en las aguas turbulentas de la enfermedad, de la muerte y de la injusticia, que no tienen la última palabra sobre nuestro destino final.

La pandemia ha puesto de relieve y agravado problemas sociales, sobre todo la desigualdad. Algunos siguen trabajando desde casa, mientras que para muchos otros esto es imposible. Ciertos niños, a pesar de las dificultades, pueden seguir recibiendo una educación escolar, mientras que para muchísimos otros esta se ha interrumpido bruscamente. Algunas naciones poderosas pueden emitir moneda para afrontar la emergencia, mientras que para otras esto significaría hipotecar el futuro.

Estos síntomas de desigualdad revelan una enfermedad social; es un virus que viene de una economía enferma. Tenemos que decirlo sencillamente: la economía está enferma. Es el fruto de un crecimiento económico injusto que prescinde de los valores humanos fundamentales. En el mundo de hoy, unos pocos muy ricos poseen más que todo el resto de la humanidad. Repito esto porque nos hará pensar: pocos muy ricos, poseen más que todo el resto de la humanidad. Esto es estadística pura. ¡Es una injusticia que clama al cielo! Al mismo tiempo, este modelo económico es indiferente a los daños infligidos a la casa común, nuestro planeta. Estamos cerca de superar muchos de los límites de nuestro maravilloso planeta, con consecuencias graves e irreversibles: de la pérdida de biodiversidad y del cambio climático hasta el aumento del nivel de los mares y a la destrucción de los bosques tropicales. La desigualdad social y el degrado ambiental van de la mano y tienen la misma raíz (cfr. Encíclica Laudato Si, 101): la del pecado de querer poseer y dominar la naturaleza y al mismo Dios. Pero este no es el diseño de la creación.

«Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2402). Dios nos ha pedido dominar la tierra en su nombre (cfr. Génesis 1, 28), cultivándola y cuidándola como un jardín, el jardín de todos (cfr. Génesis 2,15). «Mientras “labrar” significa cultivar, arar o trabajar […],  “cuidar” significa proteger, custodiar, preservar» (LS, 67). Pero cuidado con no interpretar esto como carta blanca para hacer de la tierra lo que uno quiere. No. Existe «una relación de reciprocidad responsable» entre nosotros y la naturaleza. Una relación de reciprocidad responsable entre nosotros y la naturaleza. «Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla».

De hecho, la tierra «nos precede y nos ha sido dada», ha sido dada por Dios «a toda la humanidad» (CIC, 2402). Y por tanto es nuestro deber hacer que sus frutos lleguen a todos, no solo a algunos. Y este es un elemento clave de nuestra relación con los bienes terrenos. Como recordaban los padres del Concilio Vaticano II «el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás» (Const. Gaudium et spes, 69). De hecho, «la propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros» (CIC, 2404). Nosotros somos administradores de los bienes, no dueños.

No perdamos la esperanza de hacernos más sensibles, mejores administradores de lo que tenemos y comenzar a compartir con los más necesitados.

rrjacinto_9@hotmail.com