El amor de una madre
|Relatos personales
El amor de una madre
Miguel Valera
I
Cada vez que se acercaba el 10 de mayo a Jacinto le invadía una profunda tristeza. Intentaba acallarla, sumergirla en el pozo del olvido o la inconsciencia, pero no lo lograba. Los domingos por las tardes, cansado del fin de semana, caminaba sin sentido por las plazas abarrotadas o se metía a un bar para tomarse una cerveza y ver los partidos de fútbol, un deporte que, por cierto, detestaba.
Aunque esa tristeza era su compañera desde la infancia, se acentuó en la juventud y edad adulta. Un día, en Los Lagos de El Dique, luego de comer pizza y nieve, le dijo a María que la amaba pero que no quería tener hijos. —¿Por qué?, le interrogó la joven, que esa tarde soleada llevaba un vestido estampado, con flores rosas y rojas, que, a la menor provocación del viento, se levantaba para mostrar sus piernas firmes y bronceadas.
Jacinto no le quiso dar detalles de su decisión de vida, pero sí le aclaró que era algo firme, que no iba a cambiar ni con ella ni con nadie. —Cuando pase el tiempo se te van a antojar, ya verás, le comentó. Vas a consentirlos, los vas a llevar a pasear, no te vas a despegar de ellos. —No, refrendó Jacinto. María aceptó y ese mismo día le entregó un anillo de compromiso que había comprado en la joyería Acuario de Carrillo Puerto.
II
Jacinto y María se casaron en el barrio de San Bruno, muy cerca de la antigua fábrica donde había trabajado su padre. Fue una boda austera, con pocos invitados y de luna de miel se fueron a pasear al puerto de Veracruz. A su familia y amistades más cercanas, María les contaba que al lado de Jacinto había tomado la decisión de no tener parentela y que estaba muy consciente de que nunca sería madre.
Aunque el hombre nunca soltó prenda del motivo que lo llevó a tomar esa decisión, María fue desentrañando el misterio poco a poco, sobre todo cuando se acercaba el 10 de mayo y el carácter, de por sí serio, ensimismado, taciturno de Jacinto, se acentuaba. Ella quería ir a festejar a su madre y él le decía que prefería estar solo.
Se salía de casa, caminaba por las calles de la ciudad y llegaba al panteón xalapeño. Siempre iba el 8 o 9, nunca el 10. Compraba girasoles y rosas rosas en la Avenida Xalapa. Se sentaba un rato en la entrada y contemplaba el camposanto o “pueblo quieto”, como llamaba su padre a este sitio de descanso eterno. Luego de unos minutos entraba y buscaba la tumba en donde descansaban sus hermanos, los niños Juan y Ana María.
III
Un sepulturero, que quería saber siempre santo y seña de todo lo que pasaba en el camposanto se acercó un día al verlo llorar, le invitó un vaso con agua y le dijo: así es mi amigo, a las personas que amamos nunca las vamos a olvidar, por más que pase el tiempo, hasta que un día nos vayamos a alcanzarlas.
—Pero cuénteme, ¿eran sus hijos o sus hermanos?, porque está usted joven aún. Jacinto agradeció la atención del agua, pero se quedó en silencio. —¿Y fallecieron en este día? ¿Qué tristeza para su madrecita, verdad, debió sufrir mucho? Jacinto lo miró con cierto desdén, apretó un poco los puños, pero se contuvo, para enjugarse las lágrimas. —Ánimo amigo, así es la vida, pasajera. Jacinto siguió en silencio.
Jacinto llevaba atorado en el cogote esta historia que le apretujaba el alma. Ni a su esposa, ni a sus amigos más cercanos les podía abrir el corazón para decirles que quizá nunca podría superar el hecho de que su propia madre haya sido la que en un día de locura, asesinara a sus dos hermanos, mientras él, escondido en un ropero veía por la mirilla las cuchilladas y los chorros de sangre que cubrieron las sábanas.
IV
Fue un ocho de mayo. La madre ya había mandado señales por Facebook, en posts en donde hablaba de “sentimientos invasivos, de desesperación y dolor”, refiriéndose expresamente a que “odiaba ser madre”. “No me queda absolutamente ninguna paciencia ni tolerancia”, escribió la mujer que luchaba contra la depresión posparto, la ira, los traumas de la infancia y las frustraciones de una maternidad joven.
Jacinto nunca entendió eso ni supo cuando fue abandonada por su padre en un psiquiátrico para ser llevada después a la cárcel de Pacho Viejo, en donde actualmente purga la condena. En los ojos de Jacinto se quedaron grabadas para siempre las cuchilladas cargadas de odio que cayeron sobre los frágiles cuerpos de Juan y Ana María, sus hermanos queridos, sus compañeros de juego, sus cómplices.
Por eso cada año, muy cerca del 10 de mayo, Jacinto le lleva flores a sus hermanos. Con ellos se sintió amado, querido, con ellos conoció la felicidad, esa felicidad de la infancia, que desafortunadamente su madre se la arrancó a cuchilladas. El 10 se encierra en su cuarto y llora, no quiere ver a nadie y así se queda, con ese dolor atorado en el cogote y en las lágrimas, porque nunca supo del amor de una madre.