Educación pública: pequeñas historias, grandes problemas

Ilustración: Víctor Solís

Alma Maldonado-Maldonado

En una escuela primaria pública de la colonia Xalapa, en la alcaldía Iztapalapa, una maestra de segundo grado de primaria hace todo lo posible por motivar a sus alumnos a trabajar y conectarse unas tres o cuatro horas a la semana —máximo—; igual que ella, también lo hace el maestro de deportes, aunque en su caso lo que trata es de juntar a todos los grupos de segundo de la escuela; por su parte, el maestro de TIC hace lo propio (se enlaza por lo menos una hora a la semana). Los maestros usan Zoom y mandan ejercicios y tareas a sus alumnos vía WhatsApp. No piden que vean Aprende en casa, pero sí que envíen las tareas. Los dos nietos de Valentín (niño y niña) —quien además de ser el abuelo es su tutor— van en ese grupo, pero no tienen internet en su casa, sólo un celular que comparten. Su situación los lleva a conectarse con el internet del Pilares más cercano, que está cerrado pero dejó abierta su red. Se sientan afuera del lugar que antes era un cuartel de policía y toman juntos su clase. Al inicio del año escolar estaban en dos grupos diferentes, luego el abuelo habló con la directora y pidió que los pusieran en el mismo grupo para que todo sea más sencillo; por fortuna accedió. Valentín tiene un acuerdo con un café internet para que ahí le impriman las tareas que deben de hacer en la semana. Los niños dicen ya estar aburridos, pero el abuelo trata de que cumplan con sus deberes, hagan sus ejercicios y atiendan a las sesiones a distancia. Cuando no están en la escuela, los niños acompañan a Valentín a su trabajo: es pepenador. Él comenta que en el grupo hay cerca de diecinueve niños inscritos, pero a clases sólo aparecen entre ocho y diez niños por sesión. Y menciona que entre cinco o seis niños nunca han participado en las sesiones. ¿Qué pasa con esas niñas y niños? ¿Dónde están? ¿Estarán bien? ¿Volverán a la escuela cuando se abran las aulas?

En el sistema público hay escuelas y personal docente que está haciendo lo imposible por no detener el aprendizaje. Hay escuelas que establecieron sesiones diarias con los estudiantes. Un grupo de tercer grado de una escuela en Villa Coapa tiene clases por Zoom de 10:00 a 12:00 horas todos los días; de treinta alumnos se conectan hasta veintiocho. Les dejan tareas, actividades y tienen además clases de inglés y deportes. El papá de una niña de ese grupo dice que se debe a que en general son familias “con condiciones adecuadas para conectarse”. Sin embargo, no en todos los casos hay tanta fortuna. En Oaxaca, en una escuela de la colonia Reforma, una niña de sexto grado de primaria atiende a clases en línea diario, dos horas en promedio y aunque es un grupo de veintinueve niños, los constantes son veinte; en la misma escuela, su hermano de tercero no se conecta a clases, la única forma de trabajo es vía tareas que le mandan y debe realizar. El hartazgo en el segundo caso es evidente. “Hay muchas tareas que simplemente no entiende”, comenta su mamá.

En Aguascalientes, en una zona con ocho escuelas públicas, reportan que entre 65 y 80 % de la matrícula total inscrita tienen contacto con sus maestras y maestros, ya sea por mensajes telefónicos o mediante clases en línea. No es posible generalizar la forma de trabajo en los planteles públicos de educación básica: en algunos casos tienen clases vía alguna plataforma, en otros sólo trabajos enviados a la semana. Pero lo cierto es que no siempre es buena idea para el personal docente reportar la falta de contacto con sus alumnas y alumnos porque se vuelven sospechosos. En una escuela primaria de Chimalhuacán, una profesora reportó que sólo tiene contacto con cinco estudiantes y la Secretaría de Educación del Estado de México le dio seguimiento a la docente, bajo la duda de que no está trabajando y que es un problema de ella, no de las madres o padres de familia, de falta de interés o de problemas de índole económico, de salud o de otro tipo.

Hay muchas cosas que no estamos viendo o que no queremos ver. Hay diversas historias no contadas sobre la manera en la que el personal docente y los estudiantes de escuelas públicas están sobreviviendo a la pandemia en México. Olvidemos por un momento lo que está sucediendo en las escuelas privadas de las zonas urbanas, no porque no sean importantes estas comunidades, sino porque ahí siguen trabajando casi en los mismos horarios que cuando estaban abiertas (se debe justificar el pago de colegiaturas), y porque se asume que todos los estudiantes tienen que hacer un esfuerzo por conectarse y cumplir con las tareas. Ahí no cabe una respuesta negativa por parte de las familias. Las situaciones críticas están sucediendo sobre todo en el sistema público, que cuenta con cerca de 25.2 millones de estudiantes en el nivel básico, más 1.2 millones de personal docente, y 5.1 millones de estudiantes en el nivel medio superior y 412 000 de personal docente.1

Por ejemplo, en un preescolar público en Almoloya de Juárez, en el Estado de México, la situación es parecida a otras escuelas: no se conectan todos los estudiantes, no todos mandan sus evidencias, pero el 100 % aprobó el año pasado. Seguramente sucederá lo mismo este año en todos los planteles de educación obligatoria pública: nadie va a reprobar, aunque no hayan participado en las clases en línea o no hayan enviado sus trabajos escolares o no hayan presentado una evaluación. En una secundaria en la alcaldía Gustavo A. Madero, en la colonia La Villa, de 32 estudiantes en un grupo de tercero sólo se conectan seis o nueve a sus clases diarias de un par de horas apenas. ¿Qué están haciendo los otros jóvenes durante este tiempo? ¿Cómo se están preparando para el siguiente ciclo, que en este caso será la educación media superior? ¿Tienen pensado continuar sus estudios?

En los casos de las entrevistas realizadas para este artículo es claro que Aprende en casa no es relevante. Tedio y aburrimiento son dos palabras que se asocian al programa. En cambio, las madres y los padres reconocen, en general, el esfuerzo del personal docente por conectarse con sus estudiantes, gastando dinero de su bolsillo para pagar el internet o para usar sus dispositivos; el problema central es que depende de su esfuerzo individual, de su iniciativa y compromiso. No existe un programa nacional de apoyo a las familias que requieren ayuda para que los niños no se desconecten por completo de la escuela. Menos existe un programa de apoyo a los docentes.

Estas historias contrastan con el optimismo oficial reflejado en dos sondeos levantados, primero por el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), luego reportado también como de la SEP,2 y por otro levantado por la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (Mejoredu).3 El primer sondeo indica que un 80 % de los alumnos recibió acompañamiento docente. Si consideramos que fue un sondeo voluntario, es previsible suponer que quienes participan son individuos con un cierto nivel de interés y compromiso. En el caso del sondeo levantado por Mejoredu, se reportó que “prácticamente todo el personal docente que respondió el cuestionario (más de 99 %) continuó las actividades con sus estudiantes. Incluso 86.6 % de docentes y 91.9 % de directivos reportaron que en sus escuelas se planearon acciones adicionales a las de la SEP”. Pero existen otras dos fuentes que reportan menos confianza en cómo se están llevando las cosas en el país. Primero, una encuesta elaborada por el Inegi,4 cuyo diseño metodológico permite expandir sus resultados a un 94 % del país, reportó que unos 435 000 estudiantes no concluyeron su ciclo escolar por alguna razón asociada al covid-19 y que 1.8 millones dejaron la escuela —1.5 millones de escuelas públicas versus 243 000 de escuelas privadas—. Sin embargo, los números presentados por esta encuesta deben tomarse con cuidado porque el Inegi consideró un rango de edad escolar atípico: de 3 a 29 años, y porque el instituto además pareció no considerar el número de estudiantes que al margen de la pandemia no continúan con sus estudios en el siguiente ciclo. Esta encuesta señala que unos 125 000 estudiantes perdieron el contacto con sus maestras y maestros o no pudieron hacer las tareas. La otra fuente de información es una segunda encuesta realizada por Grupo Reforma y la Iniciativa de Educación con Equidad y Calidad (IEEC) del Tecnológico de Monterrey,5 que reporta que 62 % de los encuestados dijeron que hace falta el acompañamiento de los docentes.

Como se aprecia, existen fuertes disparidades entre cada fuente y entre las historias que conocemos de las maestras y los maestros y las familias que asisten al sector público. La impresión que se tiene es que el anterior ciclo educativo se terminó como se pudo y, desde luego, se empleó más el programa Aprende en casa porque la pandemia, como a todo el mundo, nos tomó por sorpresa. Pero al inicio de este año escolar las escuelas y el personal docente empezaron a hacer ajustes, mayores esfuerzos por conectarse en clases con sus estudiantes y ahora se ha ido dejando de lado el uso de los programas por televisión. Las niñas y los niños con más suerte han tenido formas de no perder el contacto con sus profesores. Su situación —sobre todo de los más vulnerables— no puede quedar al azar. No en un país que se dice democrático y que busca eliminar las desigualdades sociales. Lo mismo sucede con el apoyo de las familias, los más afortunados encuentran en su casa los recursos y la motivación para continuar con sus clases y para no perder el ritmo escolar. En la mayoría de los casos esta responsabilidad además recae en las mujeres.

No sólo se trata de cuestionar la limitada respuesta gubernamental a esta crisis educativa, sino sobre todo qué se va a hacer con el alumnado sin internet, los que previsiblemente abandonarán la escuela; es necesario plantearse otras preguntas sobre el aprendizaje: ¿cuánto pueden aprender las alumnas y los alumnos conectándose una o dos horas cada tres días?, ¿de qué manera sabremos qué han aprendido durante este año escolar?, ¿será que el propósito principal de conectarse en los planteles públicos más que procurar el aprendizaje es no perder el contacto con la escuela?

Finalmente, debe señalarse que el impacto en el ámbito socioemocional no ha sido menor. Las madres y los padres de familia hablan de problemas de depresión de sus hijos, en especial en los adolescentes. Se requiere mayor certeza: ¿cuál es el plan a seguir?, ¿cómo vamos a saber dónde están los estudiantes en lo académico ante las circunstancias tan distintas que se han vivido? ¿Qué apoyos serán más efectivos una vez que se abran las escuelas públicas? A los grandes problemas que ya tenía la educación en México agreguemos los rezagos que dejará la pandemia. Quienes más apoyo necesitan merecen algo más que buena suerte. ¿Es mucho pedir?