El espacio poético de Ely Núñez
|Manuel M. Flores, poeta mexicano y romántico por excelencia
MANUEL MARÍA FLORES nació en San Andrés Chalchicomula, México. Estudió Filosofía en el Colegio de San Juan de Letrán hasta el año 1859, fecha en que abandonó sus estudios. Perteneció al Partido Liberal, luchó contra los franceses, estuvo preso en el Castillo de Perote. Cuando la república fue reinstaurada obtuvo el cargo de diputado, posteriormente formó parte del Liceo Hidalgo, además de pertenecer al grupo de escritores que encabezó Manuel Altamirano, quien escribió el prólogo de su primer libro; «Pasionarias» que fue publicado en el año de 1874.
Este poeta romántico es considerado como uno de los más grandes representantes del Romanticismo Mexicano Manuel, sostuvo una relación sentimental con Rosario de la Peña, mujer por quien se suicidó Manuel Acuña.
Falleció este insigne poeta en el año de 1885.
Después de su muerte, aparecieron sus «Poesías inéditas» en el año de 1910 y en el año de 1953 «Rosas caídas» (su diario).
Corrían los años de 1857 y 1858, entre las porfiadas luchas del partido liberal y del partido reaccionario, que ensangrentaban la República y apenas dejaban tiempo para pensar en otra cosa que no fuese la política o la guerra. Yo estudiaba entonces Derecho en el Colegio Nacional de San Juan de Letrán y comenzaba mis ensayos en el periodismo. En el primero de estos años tempestuosos, dividía, pues, mi atención entre las contradicciones del Digesto, que no producían sino un diluvio de sutilezas en la Catedra, y las disputas irritantes de la política, que traían agitados a liberales y conservadores y provocaban la más sangrienta de nuestras guerras civiles.
Por más que yo fuese un escritor joven y bisoño en aquella época y a tal punto desconocido, que ni siquiera mi nombre aparecía en mis articulejos, había contraído relaciones nuevas en los círculos literarios o conservaba algunas antiguas de colegio con escritores ya renombrados o que se conquistaban una reputación en las lides periodísticas de actualidad. Así, mi humilde cuarto solía transformarse, por la afluencia frecuente de estos amigos, en redacción de periódico, en club reformista o en centro literario, que se aumentaba naturalmente con la asistencia de numerosos estudiantes curiosos y partidarios ardentísimos de la revolución.
En Flores, la tristeza de entonces era el crepúsculo matinal de la vida; la tristeza de Arróniz era una sombra de la tarde. En aquél, presentimiento quizá de los dolores del alma; en el último, la hez acre de los desengaños. Así comenzó Flores su existencia poética. Por lo demas, cuando no escribía o conversaba con nosotros, volvía a encerrarse en su silencio y se paseaba meditabundo, de modo que podía describirse él mismo, como Víctor Hugo a los diez y seis años. Y sin embargo de su indolencia y de que parecía no estudiar a ninguna hora, se presentaba a examen y salía bien. Pasó el año de 1857, y a fines de él estalló la guerra civil en la ciudad de México, que se prolongó hasta Enero de 1858, en que la reacción triunfante quedó apoderada de la ciudad que había abandonado a sus garras Comonfort, por una serie de debilidades y de torpezas increíble. Nuestro club, naturalmente, no volvió a reunirse, y trabajos tuvimos los estudiantes lateranos para sustraernos a la suspicacia de la policía. Todavía escribí yo, indignado, aquellos alejandrinos Los Bandidos De La Cruz, que eran muy malos, pero que en alas de la pasión de partido, volaron por toda la República, agitada entonces por los dos bandos. Manuel Flores, Juan Doria y otros diez estudiantes les hicieron su primera edición en la memoria, edición que sirvió para imprimirlos. Todavía Florencio del Castillo vino a leernos algunos folletos incendiarios, y Juan Díaz Covarrubias algunas estrofas que circulaban en los colegios; todavía Manuel Mateos y yo, escribimos una tarde, en los bordes de la fuente de Letrán, los atroces dísticos contra el Gobierno reaccionario; todavía nos vimos alguna vez reunidos en algunos cuartos de la Escuela de Medicina o del Colegio de Minería, que eran focos de conspiración en que mantenían el fuego revolucionario Francisco Prieto (hijo de Guillermo); Mariano Degollado (hijo de D. Santos); Ignacio Arriaga (hijo de Ponciano); Juan Díaz Covarrubias y Juan Mirafuentes.
AMÉMONOS
Buscaba mi alma con afán tu alma,
buscaba yo la virgen que mi frente
tocaba con su labio dulcemente
en el febril insomnio del amor.
Buscaba la mujer pálida y bella
que en sueño me visita desde niño,
para partir con ella mi cariño,
para partir con ella mi dolor.
Como en la sacra soledad del templo
sin ver a Dios se siente su presencia,
yo presentí en el mundo tu existencia,
y, como a Dios, sin verte, te adoré.
Y demandando sin cesar al cielo
la dulce compañera de mi suerte,
muy lejos yo de ti, sin conocerte
en la ara de mi amor te levanté.
No preguntaba ni sabía tu nombre,
¿en dónde iba a encontrarte? lo ignoraba;
pero tu imagen dentro el alma estaba,
más bien presentimiento que ilusión.
Y apenas te miré… tú eras ángel
compañero ideal de mi desvelo,
la casta virgen de mirar de cielo
y de la frente pálida de amor.
Y a la primera vez que nuestros ojos
sus miradas magnéticas cruzaron,
sin buscarse, las manos se encontraron
y nos dijimos «te amo» sin hablar
Un sonrojo purísimo en tu frente,
algo de palidez sobre la mía,
y una sonrisa que hasta Dios subía…
así nos comprendimos… nada más.
¡Amémonos, mi bien! En este mundo
donde lágrimas tantas se derraman,
las que vierten quizá los que se aman
tienen yo no sé que de bendición,
dos corazones en dichoso vuelo;
¡Amémonos, mi bien! Tiendan sus alas
amar es ver el entreabierto cielo
y levantar el alma en asunción.
Amar es empapar el pensamiento
en la fragancia del Edén perdido;
amar es… amar es llevar herido
con un dardo celeste el corazón.
Es tocar los dinteles de la gloria,
es ver tus ojos, escuchar tu acento,
en el alma sentir el firmamento
y morir a tus pies de adoración.