LA COSECHA
|- Amores efímeros
Sergio Armín Vásquez Muñoz
I
Esa tarde nos tocó cuidar la milpa que recién habíamos vuelto a sembrar. Mi abuelo me pidió que me sentara junto a él, porque quería hablar conmigo. Empezó a hablar despacio, con mucha calma. Mientras lo escuchaba venía a mi mente también cómo había sido mi historia hasta este momento. Es una historia que para muchos puede ser complicada o tediosa, pero para mí es lo mejor que me pudo haber pasado. Mis abuelos son las personas más importantes en mi vida y el ejemplo a seguir cada día. A su manera, lograron transmitirme muchos valores, en especial el respeto a mí misma, a los demás y a mi entorno.
Mi abuelo es un campesino y es el mejor hombre que conozco. Es mi maestro, porque en cada situación aprovecha para enseñarme algo o para dejarme una reflexión en mis pensamientos. Es mi doctor, porque cuando me duele algo, siempre tiene un remedio que termina por aliviarme. Por ejemplo, el otro día fui con él al río, y por andar corriendo entre el agua, me caí y me pegué en la rodilla; le grité y él corrió para ayudarme. Le expliqué en dónde me dolía, se echó saliva en las manos, las frotó entre sí lo más que pudo y talló mi rodilla, lento pero con firmeza; al contacto de su mano sentí un calorcito reconfortante. Hizo lo mismo unas tres veces y el dolor desapareció. Sólo me quedó la sensación de sus manos ásperas tallando mi rodilla. Hasta ese momento me di cuenta de que los dedos de sus manos no estaban parejitos como los míos, sino que estaban encorvados, unos más que otros, y pensé que así era él. Después supe que eran los efectos del trabajo en el campo, la edad y las consecuencias de la artritis.
Llegué a vivir con ellos a los seis años. Mi mamá me trajo a pasar unas vacaciones. La realidad era que ella se iba ir a vivir con un hombre que ya tenía varios hijos, y era su forma de “protegerme”. Una vez que me dejó con mis abuelos, venía a verme cada fin de semana, después sólo los días sábados, después sólo domingos y ya después ningún día. Terminaron las vacaciones y yo seguí aquí.
II
Mi abuelo dijo que debería estudiar. Una mañana, después de tomar café con tortillas, me pidió que lo acompañara. Fue a hablar con el maestro Antonio, para que yo iniciara la primaria. Algo hablaron que no entendí y ese mismo día me quedé en la escuela. Me senté en una de las bancas, mero enfrente, sin acompañante. El maestro me dio un cuaderno y un lápiz. Yo tenía miedo, algo raro sentía en mi estómago, como cuando te dan ganas de hacer del “dos”, pero recordaba las palabras del abuelo diciéndome que nunca debería tener miedo de lo que aún no había vivido.
La escuela era unitaria: cinco alumnos en primer grado, cuatro en tercero, tres en cuarto y uno en sexto, que era quien se quejaba todo el tiempo porque decía que ya se sabía todo. El maestro, un hombre maduro, delgado, de ojos claros y una barba abundante, sólo lo escuchaba detrás de unos lentes circulares, mientras apretando los labios ponía letras y números en el pizarrón, que había dividido en cuatro partes: una para cada grado escolar.
Pasó el tiempo. Aprendí a leer y a escribir. Por las mañanas asistía a la escuela y al salir mi encomienda era llevarle de comer a mi abuelo, que estaba en su parcela de milpa. Algunas veces iba mi abuela conmigo; otras ella nos alcanzaba más tarde. Era divertido porque hacíamos lumbre de leña, poníamos el comalito que mi abuelo guardaba en la casa de la milpa, colocábamos tortillas y las dejábamos ahí hasta que se ponían bien doraditas, les echábamos frijoles y salsa, o simplemente un poco de sal. Era tan rico comer ahí, con ellos, y después tomar agua o café. Tomábamos agua cuando hacía calor o café cuando hacía frío.
III
Mi abuelo siempre ha cultivado maíz. Es un trabajo duro que implica varias fases: quitar la maleza, aflojar la tierra con el arado, hacer surcos y en ellos abrir agujeros con el cobador a cada cierta distancia, para depositar en cada uno la semilla elegida. Después cuidar por las noches los plantíos para que los conejos o ratones de monte no se coman los maíces recién enterrados; durante el día también había que cuidar para que los pájaros no rasquen en los agujeros y se coman los granitos de maíz.
Una vez que los maíces germinan, comienzan a crecer, se convierten en plantitas verdes como de cinco o seis hojas largas, que se van formando una tras de otra, en los surcos que llenan el terreno cultivado. Conforme crece la milpa, también crece la hierba, por lo que debe usarse el azadón para arrancar la maleza innecesaria y dejar las puras milpas. En esta zona se debe de sembrar en los meses de marzo o abril, para que cuando lleguen los aguaceros de junio, la lluvia riegue la milpa y le ayude a crecer. Cuando ya está a cierta altura, hay que abonar, es decir, darle algún nutriente extra a la tierra para que la planta se fortalezca, crezca y dé buenos elotes y buenas mazorcas. Se debe fertilizar la milpa con materiales orgánicos que mi abuelo prepara mucho tiempo antes, con lombricomposta. Después hay que aterrar, o sea, usar la misma tierra y la hierba que se arranca con el azadón, para crear una base alrededor del tallo de la planta, lo que ayuda para que en época de tormentas y vientos fuertes las milpas no se caigan. Mi abuelo me enseñó que no deben utilizarse fertilizantes químicos, porque dañan los nutrientes que la tierra tiene por sí misma, además de que contaminan y sus efectos negativos son permanentes.
IV
En días de sol era muy reconfortante estar en la escuela, porque no tenía paredes: era una galera muy grande y muy, muy alta, porque en otro tiempo fue usada como establo. El piso era de cemento pulido, por lo que siempre estaba fresco. Las bancas las consiguió el maestro Antonio de alguna escuela en la ciudad, ya que eran realmente bancas escolares, de doble asiento y con escritorio al frente, sólo que estaban rayoneadas con groserías. Las bancas y el pizarrón era lo único con lo que contábamos.
En días de lluvia había goteras por donde quiera. Me gustaba levantar la cara hacia el techo y acaparar con la boca algunas gotas que de cuando en cuando caían. En días de frío, todos llevábamos cobijas, las clases duraban poco, y durante el tiempo que permanecíamos en clases, casi siempre el maestro se dedicaba a leernos historias, que aún recuerdo muy bien.
V
Después de varios meses de trabajo, llegaba el tiempo de cosechar. Mi abuelo se adentraba entre los surcos y jilotes de las milpas ya grandes, todas coronadas de espigas, e iba cortando uno que otro elote, porque decía que había que aprovechar los más tiernitos. Mi abuela nos agasajaba todos los días con algo diferente: chilatole de elote, elotes asados con mayonesa y chilito, elotes hervidos con sal, tamales de elote, atole de elote, manjar de elote, en fin; para mí eran los días en que más rico se comía. Mis abuelos lo disfrutaban tanto como yo.
Conforme pasaba el tiempo, las milpas iban cambiando de coloración: de tonos verdes a naranja o rojizos, luego tonos cafés, porque cuando la planta de milpa cumplía su ciclo, se secaba y los elotes se convertían en mazorcas, es decir, era la parte final de su vida. Era entonces cuando ayudábamos al abuelo a “doblar” la milpa, para dejar las mazorcas colgadas con la punta y los jilotes hacia abajo y así terminaran de secarse y no les afectara la lluvia de aquellos días.
Una vez llegado el momento, había que hacer la pizca, o sea recoger cada mazorca, quitarle su envoltorio de hojas, que mi abuela llamaba “totomoxtle”, y dejar sólo las espigas repletas de maíces amarillos o morados, secos y duros, para meterlas en costales. El trabajo duraba dos días.
El abuelo comparaba este proceso con lo que me pasaba a mí, decía que yo era una milpa que iba creciendo, que había que cuidar, abonar, aterrar y que al final daría mis frutos. Me decía que él estaba en la etapa final, que poco a poco el tiempo lo iba doblando, y su piel, convertida en surcos, era la señal de que su ciclo estaba en la última parte. Conforme fui creciendo me di cuenta que yo cada vez tenía más fuerza y mis abuelos menos, pero me daba mucha emoción jugar con ellos para ver quién cosechaba más rápido y quién llenaba más costales con mazorcas.
Ya en la casa, había que “desgranar” las mazorcas, lo que consistía en quitar cada grano de maíz y dejar sólo el olote, que es la parte central de la mazorca. Entonces los costales los llenábamos ahora con puros granos de maíz y los amarrábamos para estibarlos al fondo de la casa. Mi abuela apartaba hojas de totomoxtle, porque la gente se las compraba para envolver los tamales; mientras tanto, mi abuelo guardaba las mejores mazorcas, que serían la semilla para la próxima siembra. Vendían casi todo el maíz cosechado, sólo se quedaban con una parte para nuestro consumo. Todo esto se repetía año con año.
VI
Por su parte, mi abuela me enseñó también muchas cosas importantes. Cada noche, ponía a hervir el maíz con suficiente agua y con un poco de cal. Lo hervía durante mucho rato en un bote de esos en donde nos venden la manteca. Una vez cocido, decía que ya estaba listo el “nixtamal”. Al día siguiente, muy temprano, el abuelo usaba un pequeño molino de mano, con una tolva en la parte superior, en donde iba poniendo el nixtamal de a poquitos. Le daba vuelta al maneral y el aparato hacía su trabajo: molía los granos, convirtiéndolos en masa, la cual salía en espirales por la parte de enfrente del molino. Cuando terminaba de moler todo el nixtamal cocido, mi abuela formaba una gran bola de masa y la ponía en una servilleta de trapo al centro de nuestra mesa. Entonces, agarraba en su mano un poquito de masa, la hacía bolita y la iba palmeando con ambas manos para darle una forma redonda y delgada. La lumbre tronaba en el fogón, que ya tenía encima un gran comal, donde mi abuela iba colocando una tortilla tras otra, para cocerlas. Una vez cocidas de un lado, las volteaba para que se cocieran del otro, esperaba a que se inflaran como globos y las sacaba para colocarlas en un canasto, que ya tenía al centro una pequeña manta. Iba y venía del fogón a la mesa, de la mesa al fogón, sólo haciendo pausas para atizar y soplarle a la lumbre, para avivarla. Llevaba bolitas de masa entre sus manos, dándoles forma, las ponía en el comal y se traía las tortillas ya cocidas y esponjadas, compartiendo una que otra con mi abuelo y conmigo, que disfrutábamos poniéndoles un poco de sal. Al final, el abuelo era el encargado de lavar el molinito y secarlo muy bien para que estuviera listo para el siguiente día. Hacían esto diariamente, hasta los domingos. No recuerdo cuándo fue que yo comencé a hacerlo también, aunque al principio la cara me quedaba llena de tizne y de masa.
VII
Una vez llegó mi abuelo muy preocupado. Habló con mi abuela y ella se puso a llorar. Supe que el señor que les compraba el maíz, ahora se los quería pagar a la mitad de lo que se los había pagado la cosecha pasada, y mi abuelo decía que con eso no le alcanzaba para pagar deudas y volver a sembrar. En otros tiempos, después de vender el maíz de la cosecha, mi abuelo me llevaba al pueblo. Nos íbamos temprano y tardábamos casi todo el día. Me compraba ropa y zapatos, compraba un azadón nuevo y machetes, costales, cal y también muchas cosas para la comida, como aceite, frijol, arroz, azúcar, café molido y todo aquello que él no cultivaba. En especial compraba mucho pan. Esta vez no hizo eso.
Al día siguiente, nos levantamos muy temprano, y como ese día no hubo clases, me dijo que lo acompañara. Mi abuelo se arregló con la mejor ropa que tenía y le pidió a mi abuela que me arreglara y me peinara muy bien. Él se llevó un morral grandote, lleno de cosas de la casa. Tomamos el autobús que siempre nos llevaba al pueblo, ahí nos bajamos y nos subimos a otro que iba para la ciudad. Era la primera vez, después de muchos años, que yo regresaba a la ciudad donde había vivido con mi mamá.
Todo estaba muy cambiado, de como yo lo recordaba. Después de bajarnos del autobús, caminamos por muchas calles hasta que llegamos a un edificio muy grande y de aspecto antiguo, pintado de color blanco, que parecía una iglesia. Subimos por unos escalones de piedra hasta la parte de mero arriba del edificio. En cada piso, había oficinas y muchas personas detrás de escritorios, por todos lados sonaban teléfonos y todo olía a cuadernos nuevos. Al fin llegamos frente a un escritorio, donde detrás de él estaba una muchacha que hablaba por teléfono. Hablaba y hablaba, se levantaba y se sentaba y se volvía a levantar mientras mantenía una conversación, que por lo que entendí era con su mamá. Mi abuelo esperó. Cuando la muchacha terminó de hablar, se sentó otra vez. Levantó la mirada y preguntó a mi abuelo que qué se le ofrecía, a lo que él respondió que quería hablar con el “señor licenciado”; ella preguntó de parte de quién y él le dijo que de parte del señor que lo vino a ver la otra vez, el que le trajo muchos elotes. “Dígale así, señorita, por favor, estoy seguro que él se acuerda”. La muchacha anotó algo en una hojita y entró a la oficina del fondo, que tenía una enorme puerta de madera, donde estaba labrada la figura de unos campesinos sosteniendo unas mazorcas con las manos. Después de mucho rato, salió la señorita, tomó el teléfono de nuevo, hizo varias llamadas apretando casi todos los botones del teléfono, que era enorme y complicado. En un momento volteó hacia nosotros, que seguíamos parados enfrente de ella, y dijo, dirigiéndose a mi abuelo: “Dice el señor licenciado que sí se acuerda de usted, que en un momento lo recibe”.
Entraban y salían señores de la oficina de la puerta de madera. Habíamos llegado a las once de la mañana, eran la una y media de la tarde y nosotros seguíamos ahí. Yo me había sentado en las escaleras y había ido dos veces a hacer pipí, en una baño que estaba hasta la parte de abajo, porque la abuela nos había puesto unas botellitas llenas de café y yo me tomé las dos, pues mi abuelo no quiso nada, sólo estaba pendiente de cuando se abría la gran puerta o cuando la muchacha se levantaba para algo. Ella había bajado cinco veces al baño, supongo que también a hacer pipí.
Eran casi las tres de la tarde cuando la muchacha le dijo a mi abuelo que podía pasar porque el licenciado ya casi se iba. Entramos a la oficina, el señor que buscaba mi abuelo estaba hablando por un teléfono muy chiquito y sin cables, vestía camisa blanca, corbata roja y pantalón negro. Sus zapatos, también negros, brillaban. Hizo unas señas con los ojos y entonces mi abuelo empezó a sacar todo lo que llevaba en su morral, colocando todo sobre el escritorio: tortillas envueltas en una servilleta nueva, que mi abuela apenas había terminado de bordar; huevos del rancho, elotes tiernos, tamales, chiles recién cortados, flor de calabaza, una bolsita con frijoles gordos, otra con huitlacoche, tres quesos, naranjas, limones y berenjenas. El señor iba y venía de una lado a otro de la oficina, a veces hablaba muy fuerte, otras bajito; a veces se reía con una carcajadotas y casi siempre terminaba diciendo alguna mala palabra. Mi abuelo me hacía muecas para que me volteara para otro lado, porque yo seguía al señor con la mirada a todas partes. De cuando en cuando se detenía para tocar y oler las cosas que mi abuelo había llevado.
Yo estaba embobada porque todo era muy elegante: el escritorio, las sillas, los lapiceros, las mesitas con lámparas, las ventanas, incluso había varios teléfonos a un lado del escritorio, uno igualito al de la muchacha de la entrada con muchos botoncitos, uno gris y otro rojo. En una de las paredes estaba colgado un enorme cuadro con la foto de un señor de sombrero y bigote, que tenía un letrero en la parte de abajo que decía: “La tierra es de quien la trabaja”. Al fondo de la oficina, detrás de la silla del licenciado, estaban las fotos de otros dos señores vestidos con traje y con corbata, junto a una Bandera de México; en voz bajita, mi abuelo me dijo que uno era el presidente de todo el país y el otro el gobernador del estado.
Al fin terminó de hablar y le gritó a la muchacha de la entrada, diciéndole que ya se iba. Tomó su saco que estaba colgado en una maderita con ganchitos, agarró un portafolios, volvió a gritar preguntando por su chofer para que se llevara las cosas que mi abuelo le había llevado. Después, dirigiéndose a mi abuelo, le dijo: “Vámonos yendo, voy a una comida con el señor gobernador, acompáñame a mi coche y ahí me vas diciendo qué quieres”. Mi abuelo empezó a decirle que el maíz se lo estaban comprando a la mitad de su precio. El señor se rió con una carcajada como las de hace rato. “No me friegues, ahorita todos estamos sufriendo por eso”, le dijo a mi abuelo con voz fuerte, abriendo los brazos, sosteniendo en una mano el portafolio y en la otra su saco. “Pero hay que aguantarnos”, siguió diciendo, mientras bajaba los escalones con mi abuelo detrás de él y yo detrás de mi abuelo. “Ahorita los mercados internacionales están muy locos, traigo encima a todos: a los arroceros, a los cañeros, a los tomateros, a los frijoleros, a los cafetaleros, a los limoneros… a todos. Dime tú qué carajos hago, yo no controlo los precios”. Así siguió hablando y hablando, hasta que llegamos junto a su coche. El chofer le abrió la puerta. Se subió y se fue.
Durante el regreso, el abuelo no dijo una sola palabra, sólo miraba al frente, concentrado en sus pensamientos.
Pasaron los días y de nuevo regresamos a nuestra vida en el campo. Vinieron días fríos, lluviosos, calurosos y poco a poco mi abuelo volvió a ser el mismo de antes.
VIII
Esa tarde nos tocó cuidar la milpa que recién habíamos vuelto a sembrar. Mi abuelo me pidió que me sentara junto a él porque quería hablar conmigo. Empezó a hablar despacio, con mucha calma. Hasta ese momento tomé conciencia de quién era yo, y lo que él me dijo lo voy a recordar siempre porque sus palabras fueron mi más grande enseñanza, pues ni el maestro Antonio, ni nadie, me habló como me habló mi abuelo esa vez. Me dijo que debía amar, cuidar y respetar la tierra, porque somos parte de ella; que nadie va a venir a ayudarme a hacer mi trabajo, y que lo que no haga por mí misma nadie lo va a hacer; que debía esmerarme en cultivar la milpa, porque ser una mujer campesina no era motivo de vergüenza, sino de orgullo; que vivir en el campo no me hacía menos que quien vive en la ciudad; que no debería guardar odios, rencores o resentimientos, pues el coraje se demuestra trabajando, el trabajo transforma y me vuelve mejor persona cada día; que todos los problemas tienen una rendijita de solución y cada día que amanece tengo un nuevo comienzo para continuar con lo que me faltó ayer o para iniciar de nuevo. Me dijo tantas cosas que recuerdo y aplico religiosamente.
Terminó diciéndome que estaba orgulloso porque yo había aprendido muy bien todo lo que ellos me enseñaron, que era yo su mejor milpa y su mejor cosecha. Me abrazó muy fuerte. En un momento empezaron a caer las gotas del primer aguacero del año. El ciclo había comenzado de nuevo.
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Sergio Armín Vásquez Muñoz fue becario del Instituto Veracruzano de Cultura (IVEC).