“El Espíritu Santo y la esperanza”

Por JACINTO ROJAS RAMOS

Ayer fue la fiesta de Pentecostés y los cristianos culminamos la Pascua litúrgica. El Espíritu es el viento que nos impulsa, que nos mantiene en camino, nos hace sentirnos peregrinos y forasteros, y no nos permite recostarnos y convertirnos en un pueblo “sedentario”.

La Carta a los Hebreos compara la esperanza con un ancla (cfr. 6,18-19); y a esta imagen podemos agregar aquella de la vela. Si el ancla es lo que da seguridad a la barca y la tiene “anclada” entre el oleaje del mar, la vela en cambio es la que la hace caminar y avanzar sobre las aguas. La esperanza es de verdad como una vela; esa recoge el viento del Espíritu Santo y la transforma en fuerza motriz que empuja la nave, según sea el caso, al mar o a la orilla.

El Apóstol Pablo concluye su Carta a los Romanos con este deseo: «Que el Dios de la esperanza los llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en ustedes por obra del Espíritu Santo» (15,13).

La expresión “Dios de la esperanza” no quiere decir solamente que Dios es el objeto de nuestra esperanza, es decir, a Quien esperamos alcanzar un día en la vida eterna; quiere decir también que Dios es Quien ya ahora nos hace esperar, es más, nos hace «alegres en la esperanza» (Romanos 12,12): alegres de esperar, y no solo esperar, ser felices. “Mientras haya vida, hay esperanza”, dice un dicho popular; y es verdad también lo contrario: mientras hay esperanza, hay vida. Los hombres tienen necesidad de la esperanza para vivir y tienen necesidad del Espíritu Santo para esperar, más en estos momentos críticos de pandemia que estamos viviendo.

San Pablo, atribuye al Espíritu Santo la capacidad de hacernos incluso “sobreabundar en la esperanza”. Abundar en la esperanza significa no desanimarse jamás; significa esperar «contra toda esperanza» (Romanos 4,18), es decir, esperar incluso cuando disminuye todo motivo humano para esperar, como fue para Abraham cuando Dios le pidió sacrificar a su único hijo, Isaac, y como fue, aún más, para la Virgen María bajo la cruz de Jesús.

El Espíritu Santo hace posible esta esperanza invencible dándonos el testimonio interior que somos hijos de Dios y sus herederos (cfr. Romanos 8,16). ¿Cómo podría Aquel que nos ha dado a su propio Hijo único no darnos toda cosa con Él? (cfr. Romanos 8, 32). La esperanza – amigos (as) – no defrauda: “la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Romanos 5,5). Por esto no defrauda, porque está el Espíritu Santo dentro de nosotros (inhabita) que nos impulsa a ir adelante, siempre adelante. Y por esto la esperanza no defrauda.

El Espíritu Santo no nos hace solo capaces de esperar, sino también de ser sembradores de esperanza, de ser también nosotros – como Él y gracias a Él – los “paráclitos”, es decir, consoladores y defensores de los hermanos. Sembradores de esperanza. Un cristiano no puede sembrar amargura, no puede sembrar perplejidad. Un cristiano, siembra esperanza: siembra el bálsamo de la esperanza, siembra el perfume de esperanza y no vinagre de amargura y de desesperanza.

El Espíritu Santo alimenta la esperanza no solo en el corazón de los hombres, sino también en la entera creación. «La energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino es la acción del Espíritu de Dios que “aleteaba sobre las aguas(Génesis 1,2) al inicio de la creación» (Benedicto XVI, homilía, 31 mayo 2009). También esto nos impulsa a respetar la creación: no se puede denigrar un cuadro sin ofender al artista que lo ha creado.

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