PIEDRA QUE GERMINA

Óscar Wong

Después que me miraste

Qué gracia y hermosura en mí dejaste

  SAN JUAN DE LA CRUZ

Como raudo rayo fecundado

el Amor desciende.

Con sus garras abre

surcos en la tierra.

Y crece el musgo,

el limo blanco, el árbol

venerado por la tribu.

Y la ternura crece

sobre el alba.

Y el corazón del día surge

como denso susurro

 de la roca.

Y el océano inicia

la impetuosa danza consagrada.

Aquí el fulgor renace.

Si pusieras tus ojos en mis ojos.

Si pusieras tus labios en mis labios.

Si tu boca fuera abeja enardecida

o aguja voraz hurgando en la sangre.

Si te posaras, sedienta, entre mis piernas,

te amaría densa, torva, tiernamente,

como quien por primera vez asoma al mundo,

como quien por primera vez

desgarra una violeta.

Todas las cosas arden si te miro.

Todas las piedras germinan si te amo.

Como gorjeo intempestivo vienes

y tu presencia bebo cual arroyo

donde los ángeles se inclinan.

Como una lenta danza que seduce,

como rocío fértil en la arena,

como la castidad del santo que crepita

ante la suave perfección de la figura inmaculada

vienes.

Qué arduo trabajo el tuyo, Amada: ser hermosa.

El graznido del cuervo me estremece,

El vuelo del pegaso me seduce,

el gorjeo de tu voz me satisface.

Sin ti, abeja tierna, el Universo carece de sentido.

Como un patriarca fiero me conduzco,

como un profeta sabio te profano.

Amada Reina del Valle de Jovel,

La del Rostro Dulcísimo y Terrible,

sé que vienes de donde crecen los manzanos

y que en tus ojos anidan las colmenas.

Ay cuánta miel derramándose en el iris

y cuánta perfección en tu figura.

(Que el oro de mis besos te sostenga.

Que la roca de mi canto te consagre).

A ti no te derribará la muerte.

A ti jamás te tocará el olor maldito de la tumba

aunque las leyes de la flor –la insobornable

rueda del verano se deslice– y perturben

y acosen tu belleza.

Gacela, grulla o corza

como una madre tierna te cobijo,

pero tiemblo si un golpe lúgubre

de realidad te toca.

Conjuro la presencia de lo eterno.

Brillante lágrima de sol:

yo desperté a la serpiente,

yo vi temblar al unicornio,

yo desaté al dragón enfurecido.

Frágil, perturbado,

para cantar escucho el ritmo lento del silencio,

para amar me sumerjo en el vacío.

¿Quién dice que el terror calcina?

Desde la esfera más alta entrego

mi voz en el océano.

Y palpito

 y me erizo

 y me consagro

 ciego.

Turbo la turbia tarde.

El corazón alberga rosas, muñones agrios,

amargas fauces que devoran.

También es puño enronquecido.

Pero me doy a ti cual caracol sediento.

Delirio, petrificada brasa que palpita,

¿ante la Luz que hacen los ciegos?

Me inclino, hierba endeble, si me miras.

Mi corazón naufraga en ola súbita.

Fulgor sonoro al mediodía eres,

arena humedecida la ternura.

(Del libro “Razones de la voz”, Conaculta, Colec. Práctica Mortal, Méx., 2002)