“Me llamo Ed”
|- Recordando a Edward O. Wilson
Héctor T. Arita
Edward O. Wilson, uno de los biólogos más influyentes del siglo veinte, prolífico escritor y profesor emérito de la Universidad de Harvard, murió el domingo 26 de diciembre de 2021 en Burlington, Massachusetts, a la edad de 92 años. Algunos grandes científicos son recordados por un descubrimiento o concepto innovador en un campo de estudio particular. El profesor Wilson será recordado por cuatro o cinco contribuciones de ese calibre en campos tan variados como la ecología, la evolución, el comportamiento animal y la ciencia de la biodiversidad y sus aplicaciones en la conservación biológica. También será recordado por sus controversiales disquisiciones sobre el carácter biológico del ser humano y su conexión espiritual con la naturaleza. Los que lo trataron en persona no olvidarán su carácter afable, combinado con su feroz combatividad para el debate y su devastadora capacidad crítica hacia sus adversarios académicos. Su sencillez y bonhomía se reflejaban en las primeras palabras que muchos escucharon al conocer al profesor: “Por favor, llámame Ed”.
Edward Osborne Wilson nació el 10 de junio de 1929 en Birmingham, Alabama. Desde temprana edad el pequeño Ed se aisló de la compañía humana y encontró refugio en los riachuelos y pantanos de los alrededores, en donde pasaba largas horas en busca de sus criaturas favoritas: los sapos, lagartijas y culebras típicos de esos parajes sureños. Muchos años más tarde, Wilson evocó su infancia en los idílicos humedales sureños en Biofilia (1984), libro en el que acuñó ese término —afinidad por lo vivo— para referirse a la conexión innata de los seres humanos con la naturaleza. En una entrevista para el New York Times en 2019, el profesor Wilson citó entre sus libros favoritos, sin sorna alguna, una guía de campo de las lagartijas y serpientes de Alabama. Reconoció, en cambio, no gustar de la obra de William Faulkner, el novelista sureño por antonomasia.
En la adolescencia, el joven Ed empezó a interesarse en el estudio de los insectos, particularmente las hormigas. Por esa misma época renunció a la formación religiosa que como bautista se le había inculcado en el seno familiar. Ya desde entonces su interés central era “la vida sobre la tierra” y encontraba más sensatas las explicaciones que sobre ella ofrecía la teoría de la evolución que las enseñanzas de los textos bíblicos. Muchos años después, Wilson llamó a las explicaciones científicas del origen y evolución de la vida “la épica de la evolución”, como una contraposición a las narraciones creacionistas del libro del Génesis. “La épica de la evolución es probablemente el mejor mito que tendremos por siempre”, escribió en Sobre la naturaleza humana (1978).
La fascinación de Ed Wilson con los insectos creció con los estudios que completó en la Universidad de Alabama sobre las dacetinas, un grupo de hormigas típicas del sureste de los Estados Unidos. En 1953, ya como estudiante de doctorado en la Universidad de Harvard, Wilson emprendió un viaje de investigación que lo llevó alrededor del mundo en busca de especies exóticas de hormigas. A partir de esas experiencias, empezó a plantearse preguntas que fueron piedra angular de sus investigaciones futuras: ¿por qué en ciertos lugares hay más especies de hormigas que en otros? ¿Cómo se originan tantos tipos de hormigas? ¿Por qué algunas especies se encuentran en muchos sitios mientras que otras son únicas de sitios particulares?
Al poco tiempo de comenzar su carrera como profesor de Harvard en 1956, Wilson conoció a Robert MacArthur, un ecólogo que acababa de terminar su doctorado en Yale y que compartía con Wilson su curiosidad por la distribución y diversidad de las especies. MacArthur y Wilson se concentraron en el caso particular de las islas y desarrollaron un modelo matemático que permitía predecir el número de especies que habitaban una ínsula como resultado del equilibrio entre dos procesos: la llegada a la isla de especies nuevas y la extinción en el sitio de algunas de esas especies. A partir de este concepto tan simple, desarrollaron modelos cada vez más sofisticados que podían aplicarse no sólo a las islas en sentido estricto sino a todo tipo de unidades discretas, desde lagos y cuevas hasta fragmentos de bosque, jardines caseros o incluso frascos con cultivos de microorganismos. En 1963 publicaron la primera versión de su teoría de “equilibrio insular” y en 1967 la monografía La teoría de biogeografía de islas, que es probablemente la publicación más influyente de la ecología y la biogeografía modernas.
En los años setenta, Wilson y otros investigadores aplicaron los modelos de la biogeografía de islas a los programas de conservación biológica. La idea del equilibrio insular podía usarse para entender los cambios en la diversidad de especies provocados por la actividad humana tanto para fragmentos de bosques como para islas enteras. Por extensión, los modelos se podían aplicar en la identificación de zonas prioritarias para la conservación y en el diseño de reservas naturales en términos de su tamaño, forma y localización. También podían servir para entender la extinción de las especies en tiempos geológicos pasados y para prevenir extinciones causadas por el ser humano.
En los años ochenta, Wilson participó en el grupo interdisciplinario que dio forma a la naciente rama de la biología de la conservación y a la definición del concepto de biodiversidad. En 1986 se llevó a cabo un foro académico en torno a la diversidad biológica, un término que Thomas Lovejoy había usado para referirse a la variedad de formas y funciones de los seres vivos y sus componentes. Wilson editó las conclusiones del foro en el libro Biodiversidad (1988), usando para el título una contracción del término diversidad biológica. Años más tarde plasmó su perspectiva personal en La diversidad de la vida (1992). Otra de las iniciativas de Wilson, reunir en un solo lugar la información sobre todas las especies de organismos del planeta, se volvió una realidad en 2008 con el arranque de La enciclopedia de la vida, un sitio de internet auspiciado por el Instituto Smithsoniano y otras organizaciones internacionales.
En paralelo a sus investigaciones ecológicas, Wilson continuó sus estudios sobre las hormigas y otros insectos sociales, como las abejas y las avispas. A finales de los años sesenta, retomó las especulaciones de W. D. Hamilton y otros biólogos de que el comportamiento social de los insectos podía explicarse en términos de la persistencia de los genes —las unidades de la herencia biológica— más que en términos de la supervivencia de los individuos. Wilson desarrolló estas ideas en Las sociedades de insectos (1971), para posteriormente extender los conceptos al comportamiento social de otros animales, incluyendo el ser humano, en Sociobiología: La nueva síntesis (1975).
En los años setenta, el libro de Wilson y otros como El gen egoísta de Richard Dawkins revolucionaron no sólo el estudio del comportamiento animal sino varias otras ramas de la biología evolutiva. También generaron acalorados debates por las implicaciones de las ideas en el caso del comportamiento humano; se le reprochó a Wilson su supuesto intento de reducir las ciencias sociales al mero estudio de procesos biológicos e incluso se le acusó de justificar el racismo y otras formas de discriminación. Para muchos biólogos, incluyendo algunos de sus colegas de Harvard, la sociobiología resultaba una idea demasiado extrema y reduccionista.
Años más tarde Wilson moderó su postura respecto al papel de los genes en el desarrollo de las sociedades humanas, aunque nunca renunció totalmente a la idea de la influencia de la genética y la evolución en algunos patrones conductuales de los seres humanos. Sobre la naturaleza humana (1979) plasmó esta visión más balanceada y le valió a Wilson su primer premio Pulitzer. El segundo de ellos lo obtuvo con Las hormigas (1990), escrito en colaboración con Bert Hölldobler y que es una recapitulación de todo lo aprendido por Wilson acerca de sus insectos favoritos desde su adolescencia en Alabama hasta el final de su larga carrera académica.
En sus últimos años como profesor de Harvard, y después de su jubilación y nombramiento como profesor emérito en 1996, el profesor Wilson se dedicó a escribir libros con mayor contenido filosófico que técnico. En ellos reflejó una visión más ecléctica respecto a temas como la relación de los humanos con la naturaleza (Biofilia, 1984 y El naturalista, 1994), la interacción entre las ciencias y las humanidades (Consiliencia: La unidad del conocimiento, 1998) y la conservación de la biodiversidad (La mitad de la tierra, 2016).
Esta fase de reflexión, además de su postura ahora moderada respecto al papel de los genes en la conducta social humana, le valió a Wilson furiosos ataques de académicos más radicales. También recibió embates de los impulsores del llamado “nuevo ateísmo” —la crítica hacia las religiones desde la academia— por su postura conciliatoria entre ciencia y religión. Desde su adolescencia dejó de ser creyente, pero Wilson se definía a sí mismo más agnóstico que ateo y consideraba la espiritualidad y la religiosidad como atributos naturales de las sociedades humanas.
El profesor Wilson reaccionó a estos ataques como siempre lo había hecho, con la aparente mesura que suavizaba la contundencia de sus devastadores contrargumentos. Hasta sus últimos años en retiro en Massachusetts, el profesor Wilson siguió siendo “Ed”, el jovencito soñador que perseguía lagartijas en Alabama o el afable pero combativo académico de Harvard que será recordado como una de las figuras centrales de la biología moderna.