Historia desde Kiev
|Relatos Personales
Historia desde Kiev
Miguel Valera
Cada vez que su esposa viajaba a Moscú, Andriy se escapaba para comer en Tsars’ke Selo, un restaurante ubicado en el número 22 de Lavrska St, en Kiev, muy cerca del río Dniéper, para probar guacamole sobre pan tostado con salmón; tortitas de calabacita, también con salmón y huevo escalfado.
Caminaba por las calles tranquila de la ciudad, se metía al café Druzi o llegaba hasta la Catedral de Santa Sofía, en donde no se cansaba de contemplar la arquitectura monumental.
Le gustaba visitar este lugar, porque cuando se casó con Aleksandra, viajaron de luna de miel a Estambul y se quedaron maravillados de una iglesia con el mismo nombre en la antigua Constantinopla. No era el lugar, era el amor que destilaban por los poros, la historia, las noches en el hotel Adamar y los amaneceres con vista a la mezquita de Sultanahmet y al propio templo de Santa Sofia.
Justo pensaba en ella cuando recibió un mensaje de que el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, con una historia de nueve años, tomaba nuevos rumbos. Salió corriendo del templo, intentó llamarle, marcó a la empresa en la que trabajaba y ya no supo más. La angustia y el dolor se apoderaron de él. Ya había perdido a su hermano Yure, quien, haciendo honor a su nombre, se había dedicado a trabajar en la granja de los abuelos paternos. Ahí quedó, acribillado por tropas rusas.
Apenas pudo correr a su apartamento, para echar algunas cosas y víveres en una mochila, cuando las bombas rusas empezaron a caer sobre la ciudad. Se escondió en un refugio subterráneo. Aterrorizado, intentando comunicarse con Aleksandra, Andriy ha vivido las peores horas de su vida. La guerra, le ha dicho a hombres y mujeres escondidos ahí, sólo la veían en películas.
Ahí, acurrucado, intentando una y otra vez comunicarse con Aleksandra, escucha cómo una reportera de la BBC de Londres logra llegar al refugio y entrevista a Zoé, una mujer que en la madrugada salió de su casa, como loca, aterrada, al escuchar las bombas que cayeron sobre su sector.
Ayuda en lo que puede, organiza a los refugiados, intenta contar historias a los niños que se acurrucan al lado de sus madres. Recuerda su lectura más reciente, La guerra no tiene rostro de mujer, de la bielorrusa Svetlana Alexiévich y se le hace nuevamente un nudo en la garganta.
Casi un millón de mujeres combatió en las filas del Ejército Rojo durante la segunda guerra mundial, pero su historia nunca había sido contada. El libro de Svetlana reunió los recuerdos de cientos de ellas, mujeres que fueron francotiradoras, condujeron tanques o trabajaron en hospitales de campaña. Su historia no es una historia de la guerra, ni de los combates, es la historia de hombres y mujeres en guerra, recuerda Andriy.
—“ Ne plach”, le dice una niña. “No llore”. El joven sonríe, se anima y comienza una nueva historia, para llevar a los niños, por el camino de la imaginación, por otros mundos, en donde los hombres, los poderosos, no se pelean por recursos materiales, energéticos, por territorios, países y dinero.
En el fondo, Andriy sigue llorando, pensando en Aleksandra y en los días felices de su luna de miel por Estambul.