“El viejo y la mar”, un rayo de sol a favor de la creación literaria

Sergio Armín Vásquez

En memoria de Jesús Medellín

En el año 2015, la Secretaría de Marina convocó al VII Concurso Nacional Literario “Memorias de el viejo y la mar”, que año con año realiza, teniendo como objetivo acercar a las personas mayores de 65 años de edad (hoy es para mayores de 60), “a la ecología marítima, a la cultura naval y al quehacer y ser de la Secretaría de Marina-Armada de México, motivándolas al desarrollo de su capacidad creativa a través de la escritura, en la que se abre la posibilidad de que relaten sus experiencias, añoranzas o anécdotas relacionadas con la mar”. En aquella edición del concurso participaron personas de los 31 estados de la República Mexicana y de la Ciudad de México, cuyo premio (para los primeros lugares de cada estado) consistió en un diploma, un paquete de libros, souvenirs de marina, así como viajes tanto a la Ciudad de México como al Puerto de Veracruz, con la anfitrionía del personal de la propia Secretaría. Uno de los ganadores fue Jesús Medellín Muñoz (Aguascalientes, 1941), que en aquel momento por cuestiones laborales vivía en Xalapa, y a sus 73 años conocía bastante bien la geografía y raigambre veracruzano, por lo que no tuvo problema en participar, representando como escritor al estado de Veracruz. Medellín murió en el año 2016. Fue abogado, catedrático y político, con una basta trayectoria, principalmente en esto último, autor del libro “Las ideas agrarias en la convención de Aguascalientes” (Centro de Estudios Históricos del Agrarismo en México, 1969). Durante los casi 15 años que radicó en Xalapa, tuve la oportunidad de ser su colaborador cercano. En homenaje a esa cercanía, a veces laboral y a veces personal, es que traigo a tema el texto que fue ganador de aquel concurso, que en sí es un breve relato histórico sobre Roca Partida, zona que actualmente es un bello atractivo turístico, pero que cuenta con antecedentes que bien vale la pena enfatizar, a fin de que las nuevas generaciones lo conozcan y atesoren. La creación literaria es un ejercicio personal, que puede dar frutos inimaginables, por lo que debemos reconocer la labor de la Secretaría de Marina de promover y estimular actividades en este sentido, principalmente en adultos mayores, pues son quienes guardan infinidad de historias en su memoria y que no siempre quieren o pueden poner por escrito. He aquí una muestra valiosa. Dicho en palabras de Jesús Medellín: “Tiene que ser relato en forma de cuento, porque es difícil y materialmente imposible documentarlo y tener las evidencias que exige el aparato crítico de la historia para un estudio histórico de esta naturaleza. Escribí mi cuento y afortunadamente resulté ganador”.

Roca Partida

Roca Partida, es un punto geográfico del Golfo de México, que se encuentra situado en lo más profundo de la circunferencia del Golfo, y que pertenece territorialmente al Estado de Veracruz. Es una belleza geológica, que se levanta majestuosamente en las aguas del Golfo, una roca verdaderamente formidable, que se aprecia desde muy lejos en el mar, como una figura puntiaguda formada por dos rocas desprendidas, que además tiene en su interior una cueva natural, de unos 32 metros de altura por 15 de ancho, en donde se dice que hallaban refugio y escondite, piratas y filibusteros desde el año 1600, que buscaban ocultarse de la flota española, después de sus saqueos.

Se ubica aproximadamente a 130 kilómetros de la ciudad y puerto de Veracruz. A su lado, se encuentran las playas hoy identificadas con el nombre de “Monte Pío”, “Escondida” y “Balzapote”, con mareas agudas y oleajes que permiten un fácil desembarco. En el año 2015 son un atractivo turístico, pero en los años 30’s y 40’s del siglo pasado, eran parajes desolados, las comunidades de pescadores eran lejanas y tenían que recorrer veredas angostas, montes y selvas para llegar a estas apacibles playas.

Por su gran tamaño y su color, Roca Partida ha sido un punto de referencia visual y marítimo, de fácil localización.

“Durante los años que van de 1935 hasta nuestra declaración de guerra a la Alemania nazi, Veracruz era un hervidero de espías”, decía el maestro José Iturriaga, erudito mexicano, que decidió pasar sus últimos días de vida en la ciudad de Coatepec, Veracruz, y que era un gran conocedor de la historia de México y regional. Durante esos años, el consulado alemán más grande de América no se encontraba en Nueva York, sino en el Puerto de Veracruz, y ocupaba una casa grande y vieja en la calle Independencia del Centro Histórico, para atender trámites, tránsito y labores de espionaje de sus connacionales alemanes.

La razón por la cual los agentes extranjeros, espías y viajeros clandestinos, de la etapa de la preguerra y de la guerra, escogieron a Veracruz como punto de entrada al Continente Americano, era muy simple. Durante los siglos anteriores, el viaje por mar desde Alemania había sido Hamburgo-Nueva York. Sin embargo, con la gran emigración europea de los siglos XVIII y XIX, el Puerto de Nueva York había mejorado sus instalaciones migratorias y la gran facilidad migratoria de “Ellis Island”, recibía, documentaba, revisaba y hacía pasar inspección médica a todos los viajeros provenientes del Continente Europeo.

Sin embargo, en Veracruz, los controles migratorios de esa época, podíamos decir que eran verdaderamente laxos o fáciles de pasar. No había tantas exigencias migratorias o de documentación, por lo que era muy sencillo para cualquier viajero medianamente culto, poder pasar aduana, migración e inspección sanitaria, si es que existía, desembarcar y seguir su viaje por tren o esperar otro barco hacia Sudamérica. Era un punto de llegada y partida poroso.

El viaje normal para estos personajes, era Hamburgo-La Habana-Veracruz, de donde era fácil tomar un tren hacia la Ciudad de México y posteriormente ir hacia Laredo, donde se dirigían hacia los Estados Unidos, sabiendo que también en Laredo, los controles migratorios eran bastante sencillos. Los que iban al sur, principalmente a Brasil y Argentina, lo hacían por medio de barcos cargueros, también con relativa facilidad.

La presencia de viajeros alemanes, y en menor medida japoneses, que venían a comprar petróleo y combustibles, no causaban ninguna extrañeza en un puerto como Veracruz, que tradicionalmente ha visto pasar por sus calles marinos y paseantes extranjeros, comandantes de barco y toda suerte de personajes extraños que atracan en el puerto y bajan a llenar cantinas, fondas, hoteles, y a tener el comportamiento que se considera normal, en puertos de tránsito, de carga y descarga. Aun cuando el puerto de Coatzacoalcos, también estaba activo y recibía barcos europeos, era en mucha menor cantidad. Por su parte, Tampico no tenía entonces las facilidades y conexiones que tenía el puerto de Veracruz.

A escasos 700 metros del promontorio rocoso de Roca Partida, se encuentra casi invisible una pequeña rada, que contiene una playa tranquila, escondida a los ojos de los habitantes de tierra firme, por su gran lejanía al primer poblado habitado, y por no tener en aquella época ninguna facilidad de acceso, ni camino, sino simplemente una vereda. En aquellos años, no siendo este lugar un punto de interés ni de cultivo, prácticamente nadie se acercaba a visitarlo o transitarlo.

En cualquier día, de los años de 1941 a 1945, a alguna hora determinada, un grupo de campesinos y vecinos del lugar, se acercaban a la playa acompañados de burros y mulas, en los que venía un singular cargamento: agua fresca, plátanos, piña, cocos, costales de frijol, arroz, verduras frescas y, según el dicho del propio Iturriaga, una carga muy preciada: aguardiente.

A 600 ó 700 metros de la playa, un objeto cilíndrico gris oscuro, salía de la profundidad del Golfo de México y dejaba ver la silueta de un submarino. No había necesidad, como en las imágenes tradicionales de estos desembarcos nocturnos, de señales de uno a otro lado, porque no existía ni la más remota posibilidad de que hubiera algún tipo de vigilancia, ni observación a estas maniobras. El submarino enviaba dos lanchones de hule negro, uno con una pequeña tripulación, encargada de recibir el material y pagar en dólares, por tan preciada carga, y el otro, para trasladar la mercancía solicitada.

Según el licenciado Mario Moya Palencia, en su libro “1942: Mexicanos al grito de guerra”, en ocasiones, cuando el capitán del submarino sentía suficiente confianza, permitía que una parte de la tripulación pasara la noche en la playa, respirando aire puro.

Las pérdidas más grandes que sufrió la marina mercante norteamericana y de los Aliados, en lo que se conoció como la “Batalla del Atlántico”, no fueron en el Medio Atlántico ni en el Atlántico del Norte, ni cerca de los teatros de operaciones europeo-africanos, sino en lo que se conoce como la Costa Este de los Estados Unidos.

Precisamente frente a Nueva York y Brooklyn, en donde los submarinos alemanes, que zarpaban de la Francia ocupada, de los puertos de Saint-Nazaire, Brest y L’Orient, hacían su recorrido, vigilaban la salida de los muelles de Nueva York y Brooklyn, de barcos cargados de mercancías, combustibles y equipo bélico, y simplemente esperaban a que se alejaran de la costa para torpedearlos, en lo que fue una de las más grandes pérdidas de toneladas de mercancía de los Aliados, exactamente en la puerta de su casa.

Después de esa larga travesía de los submarinos, ya sin torpedos, en espera del barco nodriza que los reavituallaba de municiones, y con el propósito de abastecerlos de alimentos y agua, los agentes alemanes desembarcados oportunamente en Veracruz, encontraron la forma de, primero, identificar un accidente geográfico de fácil localización, y después, convencer a la población de ese lugar tan remoto, y que no tenía ni idea de que estábamos en guerra contra la Alemana nazi, de reabastecer y avituallar a sus submarinos, a cambio de un generoso pago en dólares.

El pago en dólares no representaba ningún problema para hacerlo circular libremente, debido a que con el amplísimo programa de trabajadores migratorios mexicanos llamados “braceros”, que inundaron los Estados Unidos para ayudar en las labores agrícolas con permisos temporales, el envío de remesas en dólares a todo México, permitía su fácil conversión a pesos mexicanos, o su aceptación en cualquier lugar de la República Mexicana. Solamente había que avisar a los contactos mexicanos, el día y la hora aproximada de la mañana o de la tarde, en que podía aparecer el submarino, con sus correspondientes lanchas de hule, esperar en la playa, entregar la mercancía y recibir los dólares.

Estas operaciones se complicaron en el año 1942, cuando submarinos alemanes hundieron los buques-tanques mexicanos, el “Potrero del Llano” y el “Faja de Oro”, y la radio mexicana empezó una campaña de propaganda, haciendo saber que habíamos iniciado nuestra guerra contra Alemania y nos habíamos inscrito en el bando de los Aliados.

Se tomaron más precauciones, pero el negocio de avituallamiento marítimo continuó hasta el final de la guerra. (Jesús Medellín Muñoz)