Cuentos de Leonel Pérez

LEONEL PÉREZ VÁZQUEZ. Ahuacatlán, Puebla. 30 de junio de 1962. Estudió la Carrera en Administración en la UNAM. Asesor Inmobiliario independiente. Fue alumno en el Faro de Oriente, donde ha llevado los cursos de Periodismo Comunitario con la maestra María Rivera, Poesía y narrativa con el maestro Eduardo Cerecedo. Ha publicado en la Revista Literaria: Bulimia de Camaleones. Ha cursado talleres de lectura con el maestro Tomás Mojarro. Apareció publicado en Contadero, antología de narrativa, compilador: Eduardo Cerecedo, Eterno Femenino Ediciones, 2014.

#ElCuento

POR RESPETO

El hombre entró en la cantina, se quedó mirando de un lado a otro. Avanzó lentamente hasta la barra. Fornido, recio y alto, como de un metro ochenta. Barba tupida, bien delineada. Vestía pantalón de mezclilla azul, chamarra de piel, color vino, igual que las botas. De aspecto pueblerino, pero del tipo de gente que ha vivido en la ciudad desde niño. Pidió un tequila y volvió la espalda a la barra. 

Miró a todos los que ahí estábamos; como buscando a alguien. Tomó su copa y en unos cuantos pasos, ahí lo tenía frente a mí. Oiga amigo —me dijo con tono de súplica— ¿puedo sentarme con usted? Me atrevo a pedírselo, porque lo veo solo; y a simple vista, usted es un hombre de bien. Le señalé la silla y se sentó. Deje que le invite un trago. Pidió una botella de tequila del más caro y sirvió dos copas.

Como si fuéramos amigos de mucho tiempo, empezó a platicar. 

    Nada más satisfactorio que tener todo lo que uno quiera, todo lo que se necesite en la vida. Nada como tener una casa, unos hijos y una mujer que te esperan. ¿No lo cree usted? Asentí con una leve sonrisa.

La casa que siempre soñé, la hice con muchos años de trabajo, años de esfuerzo. Levantarme diario a  las cinco de la mañana por veinte años.  Nunca he faltado ni llegado tarde a la chamba, jamás.

Me decía el hombre, de labios gruesos, de mirada cansada, de mirada tranquila.

De pronto se le llenaron los ojos de llanto. Se soltó llorando como un niño. Tardé en reaccionar.

— ¡Ora, que le pasa mi amigo! ¿Algo grave? ¿Puedo ayudarlo? —le dije, tomándole el hombro.

Lo dejé que se desahogara. Le serví otra copa y se la echó al hilo. Nunca había visto a un hombre llorar, con un llanto tan cabrón; le brotaba de lo más profundo.

—Como te decía; nunca he faltado, ni llegado tarde a trabajar desde el primer día.

Tengo muchos amigos en la Compañía de Luz, que te podrían decir que no miento. —Está bien pero, ¿Qué te pasa? —volví a preguntar—. Llenó nuevamente su copa.  Se quedó en silencio y respiró muy hondo. Después soltó un suspiro ya más tranquilo. Sus ojos estaban hundidos en un dolor inacabable, en una mezcla de dolor y coraje. Encendió el último cigarro que le quedaba, apretó la cajetilla lentamente; como si en su puño apretara ese dolor que cargaba, para tirarlo a la basura. Dio una fumada y soltó el humo lentamente.

—Mañana me voy amigo, pedí mi cambio a otro Estado; me voy con mis hijos

Te he dicho que nunca he faltado a mi trabajo; pero sí, hubo una vez…una sola vez en veinte años. Esa ocasión que falté a trabajar, fue porque me puse mal. Le llamé a mi supervisor para avisarle: que en el camino, me había empezado a doler el estómago muy cabrón…

Pues, me fui al Seguro, me atendieron y me dieron dos días de incapacidad. Llamé nuevamente a mi trabajo; después llevaría el justificante.

Llegué a mi casa a eso del mediodía; parecía que Rosario —mi esposa— no estaba; supuse que se había ido a comprar algo.

Abrí la recámara y ahí estaba la muy puta revolcándose en la cama con un güey; me quedé como pendejo por unos segundos, pero reaccioné: corrí al buró y saqué la pistola. Se la puse en la cabeza. Sudaba… comenzó a llorar y a suplicarme que no lo matara.

—No me mates, te lo suplico… tengo un hijo. Hazlo por él­. Rosario, hincada también suplicaba, con las manos juntas; como si le rezara a un santo

No, pues… me llegó eso de su chamaco; pensé en mis hijos y no iba a echar a perder mi vida, por un perro como ese. Bajé la pistola despacio, pasándosela por el pecho. Le solté un chingadazo en los güevos  y lo saqué a madrazos a ese infeliz. 

Bueno aquí estoy, contándotelo todo. Necesitaba platicárselo a alguien para desahogarme; alguien que no conozca, ni lo vuelva a ver.

 Rosario se fue con su madre. Mis hijos están conmigo; ya están grandecitos, pero de todas maneras, pienso que siempre les hace uno falta. 

Por eso pedí mi cambio, para ver si en otros aires se me olvida toda esta mierda. Sabes una cosa amigo…Lo que más me pudo; fue la pose en que la tenía ese desgraciado, una pose que yo nunca se la hice por respeto. Por respeto, mi hermano, solo por eso…fue lo que más dolió.

Se levantó, tomó su copa, apagó su cigarro y pidió la cuenta. Sacó dos billetes, los puso en la mesa y me dio la mano. Sin más palabras, lo vi desaparecer en la puerta del bar: La Esperanza.

SOLO VINE A COMPRAR

Para Alexis Gonzalo Alva Aguilar.

Por el dolor oculto y la lucha de tantos como él

Poco a poco, ya no voy sintiendo nada. La sangre abandona mi cuerpo a cada latido que mi corazón impulsa. Siento correr a mi alrededor la tibia sangre, invadiendo mi ropa, empapándola de rojo oscuro.

En una película, vi lo que le hicieron a un tipo para que se desangrara; es lo mismo que me han hecho. Así que, como el tipo de la película, me queda poco tiempo.

No puedo gritar, lo intento pero mi boca ya no tiene fuerza. A quién le puedo pedir que le lleve un recado a mi carnal, al Edgar. Que le avise que ya me pusieron en la madre. Que no soy ojete, que lo quiero, que me perdone. Que no vine hasta aquí para ponerme a vender droga…que vine a chingarle, a hacer una lana para poner el negocio de los raspados… pero que me perdone, porque no pude dejar de ponerme un toque de mota, y más, desde que el cáncer se llevó a mi jefa, que se le fue metiendo en todo el cuerpo y de nada sirvieron ya las quimioterapias.

Qué tarde entendí sus preocupaciones y su soledad, sus esfuerzos de lavar y planchar ajeno, de no comprarse nada, para darnos de comer a mí y a mi carnal.

    Me cai  que venía a esta zona de Cancún, solo a buscar quién me vendiera yerba… ¡Pues pa’ no sentirme solo! Eso díganle a mi abuela, para que no se crea de chismes. Porque a ella, después de mi jefa, le debo respeto y admiración. Cómo no reconocerle su nobleza y su fuerza; si hubiera sacado algo de esa fortaleza, habría aguantado como ella aguantó, cuando le fueron a avisar que habían atropellado a mi abuelo y se quedó con hijos pequeños; y luego a los dos años de eso, le llegan con la noticia de que se ahogó su hijo mayor.

El abuelo, mi tío y yo… Los tres del mismo nombre…Chingao, parece una puta maldición; pero ellos era buenos, yo pues… quien sabe.

      Ya no veo claro, veo solo sombras y una que otra luz, eso es lo único que veo. Cuando me vean así, sin vida, sin nada. Que va a pensar toda la familia… Que nunca me enderecé, que al contrario, que nada más vine desde México a morirme como un perro; y no faltará que alguno diga: Se lo buscó por mariguano… ¡Pero ni madres!…

Si tan solo tuviera otro chance… Pero para que quiero otro chance, pa’ cagarla de nuevo. Cuantas veces me regañó mi jefa… un chingo y no entendí.

Quien va decirle a mis cuates, que me agarraron con el tatuado, cuando le vine a comprar y de pendejo le hice caso; cuando me decía, que si lo acompañaba a recoger la mercancía, me iba a regalar un poco más de mota; por eso me vieron varias veces con él… y como debía mucha lana… pues ya no lo aguantaron, se la cobraron y me llevó entre las patas.

Ya ni siento el dolor donde entró como cinco veces el puñal, el primero en el mero estómago, los demás, ya ni se dónde…

También dígales a mis primos, que me perdonen por alejarme. Al Óscar, que sepa, que sí me latía lo de la música, tan solo que se acuerde que en la banda de la secundaria, tocaba bien el trombón… pero me jaló más lo del comercio.

Al Eric, mi mero vale de todos los primos, hicimos un chingo de desmadre él y yo. Díganle a él, sí, al Eric, que le ayude a mi carnal… que no lo deje solo. Y que se sepa, pero que quede bien claro: Que solo vine a comprar.