VIVIR CON ESPERANZA

“Los santos, testigos y compañeros de la esperanza” (1ª parte)

Por Jacinto Rojas Ramos

El día de nuestro Bautismo resonó para nosotros la invocación de los santos. Muchos de nosotros en aquel momento éramos bebés, llevados en los brazos de los padres. Poco antes de cumplir la unción con el óleo de los catecúmenos, símbolo de la fuerza de Dios en la lucha contra el mal, el sacerdote invitó a la entera asamblea a rezar por quienes estaban a punto de recibir el Bautismo, invocando la intercesión de los santos.

Aquella era la primera vez en la cual, a lo largo de la vida, nos era regalada esta compañía de hermanos y hermanas “mayores”—los santos— que pasaron por nuestra misma calle, que conocieron nuestras fatigas y viven para siempre en el abrazo de Dios. La Carta a los Hebreos define esta compañía que nos rodea con la expresión “gran nube de testigos” (12, 1). Así son los santos: una multitud de testigos y compañeros de la esperanza cristiana.

Los cristianos, en el combate contra el mal, no se desesperan. El cristianismo cultiva una incurable confianza: no cree que las fuerzas negativas y disgregantes puedan prevalecer. La última palabra sobre la historia del hombre no es el odio, no es la muerte, no es la guerra.

En todo momento de la vida nos ayuda la mano de Dios, y también la discreta presencia de todos los creyentes que “nos han precedido con el signo de la fe” (Canon Romano). Su existencia dice ante todo que la vida cristiana no es un ideal inalcanzable. Y juntos nos conforta: no estamos solos, la Iglesia está hecha de innumerables hermanos, a menudo anónimos, que nos han precedido y que por la acción del Espíritu Santo están vinculados con los acontecimientos de quien vive aquí abajo.

La del Bautismo no es la única invocación de los santos que marca el camino de la vida cristiana. Cuando dos novios consagran su amor en el sacramento del matrimonio, se invoca de nuevo para ellos —esta vez como pareja— la intercesión de los santos. Y esta invocación es fuente de confianza para los dos jóvenes que parten para el “viaje” de la vida conyugal.

Quien ama verdaderamente tiene el deseo y el valor de decir “para siempre”, pero sabe tener necesidad de la gracia de Cristo y de la ayuda de los santos para poder vivir la vida matrimonial para siempre. No como algunos dicen: “hasta cuando dure el amor”. No: ¡para siempre! De lo contrario, mejor no te cases. O para siempre o nada.

Por esto en la liturgia nupcial se invoca la presencia de los santos. Y en los momentos difíciles es necesario tener el valor de elevar los ojos al cielo, pensando en los muchos cristianos que pasaron a través de la tribulación y custodiaron blancas sus vestimentas bautismales, lavándolas en la sangre del Cordero (cf. Apocalipsis 7, 14), así dice el Libro del Apocalipsis. Dios no nos abandona nunca: cada vez que lo necesitemos vendrá un ángel suyo a levantarnos y a infundirnos consuelo y esperanza.

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