La diosa de ébano
|Relatos Personales
La diosa de ébano
Miguel Valera
¡Cómo me hubiera gustado conocer a don Emilio Vázquez Jiménez! Sacerdote y compositor, nació en Ayutla en 1879. Muy joven fue enviado a San Marcos, en la costa chica guerrerense y ahí, cuenta la leyenda, se enamoró de la joven Eleuteria Genchi, una chica que le asistía en casa. Creyente de la eternidad, el párroco inmortalizó en La Sanmarqueña el amor que le tuvo a esta joven que le cimbró su carne débil.
Hoy, el canto de amor se ha convertido en el himno de ese rincón de nuestro país. “Que linda es la Sanmarqueña, que domeña con honor, tiene en sí tan dulce encanto, que con llanto inspira amor. Sanmarqueña de mi vida, Sanmarqueña de mi amor”, se escucha en el rasgueo de las guitarras que hombres de piel morena tocan, para recordar esta leyenda.
Me impresiona el color de su piel, sus ojos luminosos, la perfección de su cuerpo, la falda con flores amarillas, que me recuerdan las mariposas de Aracataca, que Gabriel García Márquez inmortalizó en Macondo y Cien años de soledad. Mientras contemplo en el parque la estatua que le mandó a construir el gobernador Zeferino Torreblanca, un poblador me recuerda que aquí estaba de pie, firme, una “parota”, un árbol frondoso que cayó ante la furia de Max, un Huracán que azotó la Costa Chica el 14 de septiembre de 2017.
Ahí, de pie, con un calor sofocante, me siento como el rey Salomón, impresionado por Makeda, mejor conocida como la reina de Saba, quien acudió, atraído por la sabiduría del israelita y por el interés de conocer a su Dios. Seguramente así se sintió de impresionado don Emilio el día que conoció a la Sanmarqueña, una diosa de ébano, mujer bella, como Makeda. Sus deseos fueron más allá de su mirada, como David ante Betsabé, la mujer de Urías, el hitita.
“Aquí estaba la parota y aquí se paraban las ‘flechas’ que iban hacia Acapulco”, me dice un poblador, en referencia a los camiones de pasaje. Sonrío. Le digo que de niño, en Los dos amigos, municipio de Paso de Ovejas, en Veracruz, así le decíamos a los camiones de pasaje de AU, “las flechas”. Sonrío de nuevo por ese recuerdo de la infancia.
Entonces regresa a mi mente la vida de don Emilio Vázquez Jiménez mientras mi guía me cuenta, en voz baja que aún por ahí viven dos “señoritas” ya grandes, que nunca se casaron. “También fueron novias del padre”, me dice, igual con voz quedita, como si fuera un chisme. “Ah, pillín”, le contesto, sonriendo. Si el amor, pienso, permitió dejar este legado a San Marcos, ¡bendito amor el del padre y la Sanmarqueña!
La mirada de la diosa de ébano me sigue mientras me alejo del parque para visitar a doña Lambertina Hernández, “La Chata”, quien ofrece el mejor pan de ese lugar, cocido en un horno que fue construido en 1972. No sé qué pieza escoger: hojaldra, china, beso, panadero, tapada, colorada, mamey, chalupa, gusano, chibarra, volcán o empanochada, una delicia, preparada con piloncillo. Vuelvo a sonreír cuando escucho ese último nombre y ya no le explico a mi guía el motivo. Quizá el lector jarocho lo entienda porque igual que yo, preferiría esa última pieza. Por el piloncillo, claro.