Un preso en Pacho Viejo
|Relatos Personales
Un preso en Pacho Viejo
Miguel Valera
Lo observé a lo lejos, parado, quieto, enmudecido, mirando con nostalgia, a través de la barda que da, de los locutorios y el puesto de control, al área de población en general. No me ve, porque está concentrado, paralizado, quizá conmovido, recordando los días de gloria del poder omnímodo que poseía, al proveer y alimentar la voracidad de su entonces jefe político.
Ya habían pasado más de 20 días desde que fue detenido y fichado, cual “cerillo” de supermercado, en la barda del área 7-2, hasta donde llegó, luego de pasar el Jurídico del Penal de Pacho Viejo, en Coatepec. Ahora, recluido en la zona A-Bis, espera el dictamen de los jueces para saber si continúa su proceso en prisión o sale libre con amparo en mano.
El área, de tres o cuatro celdas amplias, con comodidades ad libitum, cuenta la leyenda que fue construida por un ex gobernador, luego de su detención un 18 de diciembre de 1996, a las 18.35 horas, sobre la calle Nicolás Bravo, en San Jerónimo, en la Ciudad de México.
A ese espacio llegaban, hasta el día de su liberación el 4 de abril de 1998, viandas que un amigo le enviaba del restaurante La Casa de Mamá. Cuentan que alguien le preguntó que por qué construía esa zona. El ex gobernante contestó: “Es más fácil que regrese a Pacho que a una escuela”.
II
Del “personaje” no se sabe de dónde le llega la comida, porque ciertamente está bajo una vigilancia especial y su presencia, cuentan los internos, les ha afectado, porque las restricciones carcelarias se han ampliado.
Lo cierto es que al hombre le ha cambiado no sólo el ritmo al caminar, también la mirada. El corpulento policía que solía perseguir en helicóptero a delincuentes, con armas largas en mano o encabezar operativos, encapuchado, para liberar carreteras o plazas, golpeando maestros y periodistas, espera en silencio.
Quizá extraña, naturalmente, a su familia. Quizá extraña el poder que ejerció, las riquezas y comodidades que acumuló, sus hoteles en el Caribe, sus propiedades en Miami y las abultadas cuentas con las que podría comprar todo, menos, por ahora, la libertad.
Su mirada lo delata. Sale del locutorio, se detiene un rato, a mirar, como en el horizonte, el área de población, donde cientos de internos conviven, bromean, se divierten, añorantes también, de los días de libertad. De ahí camina, quieto, pausado, tranquilo, hasta la zona A-Bis y queda completamente encerrado, golpeado por el sol, acalorado, salvo que los privilegios le hayan permitido tener un aire acondicionado.
III
Desde ahí, el hombre escucha, en jueves o domingo, el barullo de la población que recibe visitas familiar; el grito de niñas y niños que juegan en los columpios y resbaladillas que dan al enrejado y la barda que colindan con los juzgados.
En los locutorios sólo ha recibido las visitas de sus abogados. “Ningún familiar ha venido a verlo”, cuenta un custodio, con temor, con miedo. Nadie quiere decir nada. El miedo los confunde. ¿Quiénes son más peligrosos, o los internos de siempre o el recién llegado? Por precaución y por instrucción, nadie se acerca.
Son las 14 horas. La visita concluye. Las familias salen del auditorio y de los espacios abiertos para la convivencia. Una a una, cada persona es revisada y van caminando hacia las puertas por donde ingresaron. No faltan las miradas curiosas, morbosas, que voltean a ver a quien regresa, feliz, satisfecha, con el deber cumplido, de la puerta de “visita íntima”.
Todos se despiden. El barullo festivo de la visita se acaba. A lo lejos, el personaje, sumergido en la zona A-Bis. Su salida al locutorio fue breve, pero la tristeza de su mirada fue honda, profunda, intensa. Se queda solo, con su silencio, viviendo de los recuerdos brillantes que lo llevaron a la cima y que hoy lo tienen en una fosa oscura.
IV
Pero un día el viento sopló a su favor y feliz, salió a paso rápido, a disfrutar los bienes acumulados. Sonriente, pero irónico, logró decirle a un custodio que era mejor un buen arreglo que un mal pleito. Y así fue. Feliz, contento, viajó por el mundo, se montó en una moto acuática y hasta salió en programas de TV y revistas de deportes.
Nadie sabe, nadie supo. El personaje siguió el viejo principio aquel de que “la memoria es flaca” y ahí se acomodó. Las tropelías, los saqueos, los desmanes de los políticos, de los exfuncionarios públicos se quedan en el baúl de los recuerdos, en la caja de los triques.
De vez en vez, políticos y periodistas lo recuerdan, lo sacan a colación, lo mencionan por aquí o por allá. Entonces él sonríe. Muestra sus blanquísimos dientes y se monta nuevamente en la moto acuática para hacer acrobacias. Eso le regaló la vida, ¿para qué desperdiciarlo en malos recuerdos?