Orden y desorden político de México
|Mariano Sánchez Talanquer
Día a día, los dichos y hechos del gobierno levantan una polvareda. En la nueva política, el polvo no es un distractor para ocultar lo importante: es lo importante. Es una señal de que se está librando una batalla épica y sin cuartel contra los potentados. A falta de representación sustantiva, lo que queda es la representación simbólica. En la base hay una mutación de la representación democrática, reducida a una interpretación dramática.1 La puesta en escena incluye a un hombre, en el papel de pueblo, barriendo el poder establecido con una gran escoba.
Distraídos por el último alboroto (que rápidamente será el penúltimo), podemos perder la perspectiva sobre la trayectoria de las instituciones políticas. Al alejarnos de la polémica diaria, notaremos dos grandes corrientes de cambio que están transformando el sistema político mexicano surgido de la transición democrática a finales del siglo XX. Ese sistema había quedado esencialmente definido por la competencia electoral equilibrada entre tres grandes bloques partidistas y, en paralelo, por la activación del esquema constitucional de separación de poderes y controles legales al ejercicio del poder. Las fuerzas de cambio operan sobre estos dos patrones institucionales, todavía recientes. Están vinculadas entre sí y se alimentan la una de la otra, pero conviene separar, con fines analíticos, las dos esferas: la de los poderes y la de la representación.
La primera gran corriente de cambio en el sistema político mexicano fluye hacia la rehabilitación del poder discrecional de la presidencia de la República. Es un impulso que adopta varias formas y avanza por distintos caminos para otorgarle al Ejecutivo una primacía sobre los otros poderes constitucionales, órganos del Estado y niveles de gobierno, bajo el principio de que el presidente es el auténtico depositario y vehículo de la soberanía popular.
El movimiento en el poder, como otros de corte similar que reclaman la representación unitaria del “pueblo”, tiende a reducir la democracia al gobierno de la mayoría (una sola, preconstituida, inmutable, antes tergiversada o suprimida). Difuminan la otra cara definitoria de la democracia: condiciones políticas para ejercer la libertad personal sin intimidación y sin miedo, es decir, un gobierno limitado y legalmente regulado para proteger derechos fundamentales (incluyendo los de los opositores) y al juego electoral mismo. Los movimientos que colapsan la democracia a la supremacía de la voluntad del pueblo desarrollan así una relación tensa con la Constitución y la ley, porque la legitimidad no descansa en el apego a reglas y procedimientos institucionales, sino en la aprobación de la mayoría revelada en el momento electoral, en particular en la elección presidencial.
Según esta lógica, esa mayoría popular está encarnada en el Poder Ejecutivo, que debe ser, por tanto, encumbrado por encima de los otros poderes, órdenes de gobierno y del conjunto de órganos del Estado. Las reglas, procedimientos y leyes del sistema político deben adecuarse sin mayor discusión o dilación a la voluntad del Ejecutivo, pues éste no es otra cosa que el conducto por donde se expresa la mayoría popular, y si esa voluntad choca con la ley ésta ha de quedar subordinada. De esta reducción emana una pretensión por plegar a los otros poderes al proyecto que el Ejecutivo encabeza. Para legitimarla, se recurre insistentemente a símbolos, acciones, declaraciones, modales, rituales orientados todos a acreditar la absoluta identificación entre el presidente y el pueblo, además de a una constante exageración discursiva del tamaño de la mayoría y el carácter incondicional de su apoyo. Con ello, la contradicción de la voluntad o el programa presidencial puede condenarse como antipopular, antimayoritaria y por tanto antidemocrática, e incluso ilegítima y antipatriótica.
El clima de enfrentamiento, propaganda y “campaña permanente”2 es necesario para que la concentración de poder en el Ejecutivo prospere. Es indispensable glorificar la figura presidencial, hacer desplantes de fuerza numérica y ridiculizar a “la oposición”. Críticos y opositores son enanizados discursivamente, no sólo en su fuerza política, sino en su supuesta estatura moral. Sólo así puede mantenerse la equiparación de la voluntad del Ejecutivo con la voluntad unificada del pueblo, convertida en imperativo ético. Esa fusión es clave para legitimar la elevación del Ejecutivo como el primero de los poderes.