LA SICOSIS DE TOSER EN LA CALLE

Amaury Díaz Romero

¡Dios santo! que a usted no se le ocurra toser en la calle porque se lo lleva el diablo. Le ocurrió a un amigo, me dijo que no revelara su nombre, salió con su vestimenta de astronauta improvisado a hacer una compra a un supermercado de la ciudad. Él es una persona saludable, cumple las normas de la cuarentena al pie de la letra. En su casa se baña tres veces al día, come saludable, cada dos horas se lava las manos con agua y jabón, elimina gérmenes y bacterias con un gel antibacterial que mata el 99.9% de las bacterias.

    Se afana tanto por su protección que prefiere dormir con la máscara puesta y en un subterráneo que mandó a construir en el patio de su casa para que el virus no tenga la más mínima posibilidad de entrar por ningún resquicio. Tiene todas las medidas preventivas habidas y por haber. Incluso, no habla ni siquiera por teléfono por temor a que el virus penetre por el teléfono y lo sorprenda. No quiere correr ese riesgo y por eso prefiere estar incomunicado, pero seguro. “Si voy a morir, muero por otra cosa, menos por ese virus, que me dejarían  como papel quemado”.

   Con todo el andamiaje de protección, este amigo salió al supermercado, pero cuando iba caminando le dio una simple ganas de toser, pero como habían otras personas, que caminaban cerca de él para evitar un mal pensamiento prefirió aguantar las ganas y siguió caminando con naturalidad, aunque a veces pegaba unos salticos como hacen los astronautas en la superficie de la luna.

   Cruzó dos, tres calles, con todos los protocolos que hoy existen para un caminante en tiempo de pandemia. Llegó al supermercado, le pidieron la cédula, la mostró, entró, pero de nuevo le entraron las ganas de toser, quiso quitarse la máscara para hacerlo, pero otras personas que escogían frutas lo miraban con el rabo del ojo las intenciones que tenía. Caminó para el lado donde estaban las carnes y quiso toser ahí pero al momento dos policías estaban cerca y no se arriesgó. Su garganta estallaba por las ganas de toser y se acordó del baño y caminó rápido hacia allá. Una rasquiña, primero suave, luego más intenso tuvo que soportar desde cuando venía por la calle. Otras personas estaban ocupadas en el sector de las verduras, otras en el stand de los enlatados y otros donde estaban los panes.

   Los pasos de mi amigo eran rápidos, pero antes de alcanzar la puerta del baño para caballeros no pudo contener la tos, entonces se alzó la máscara de astronauta y tosió con tanda fuerza que movió varios artículos del stand. De inmediato una señora que estaba a dos metros de él se llenó de espanto y gritó: ¡¡¡Tiene coronavirus!!! Y para qué fue eso. Se alborotó la gente, la sicosis de la epidemia se apoderó de todos, la policía lo detuvo, llamaron a una ambulancia y se lo llevaron. El supermercado quedó vacío. Lo aislaron. Primero había vivido dos meses confinado y ahora lo aislaban.

   Cuando discretamente ya preparaban el horno crematorio, llegó el resultado de que había dado negativo y lo felicitaron. Tan pronto salió  del tremendo sofoco, regresó al subterráneo que tenía en su casa con la lección bien aprendida. No toser ni por equivocación en la calle. El amigo estuvo a punto de ser convertido en ceniza negruzca. Estoy tan traumatizado que cuando escribía esta columna me dieron ganas de toser y no lo hice para evitar un mal pensamiento de quienes estaban alrededor mío.