El nuevo arte de hacer amigos

Ilustración: Oldemar González

  Laura Sofía Rivero

A causa del encierro, muchas personas llevamos meses socializando a través de pantallas y pequeños recuadros que nos roban los encantos de las interacciones en carne y hueso. Ya no nos extraña este arte de convivir a distancia, pero ¿realmente conocemos a las personas con las que interactuamos por la vía virtual y vemos a través de pixeles? ¿Cómo hacer nuevos amigos en semejantes circunstancias? Son algunas de las preguntas que plantea aquí la autora.

En los últimos meses, una de las cosas que más he extrañado es la perspectiva. Las imágenes que escupen las pantallas no son suficientes para sentirse en otro lugar, alcanzan apenas. Extraño los puntos ciegos, la mirada poliédrica: en diferentes sitios de un cuarto nadie puede ver lo mismo, cada uno fabrica su verdad. Pero al mirar desde los monitores poco queda de esto. Uno tiene que rendirse a la representación fija que nos regresa en el tiempo hasta olvidarnos de los puntos de fuga, de Giotto, que nos acopla a la postura hierática de los jeroglíficos del antiguo Egipto y nos instala en un mundo plano e inmóvil tan distinto a la vorágine caótica e incomprensible de la vida diaria.

Ahora, cuando me pongo al tanto de las novedades de mis seres queridos, noto que las conversaciones duran menos que antes. Esto se debe, definitivamente, a que no hay viajes, no hay reuniones y muchos detonantes de noticias personales están en pausa. Pero también distingo en sus rostros un gesto de hastío que, sospecho, tiene su origen en esa falta de visión compleja, en el cansancio por la contemplación cuadriculada y yerma de la supervivencia virtual. Como si todo ojo tuviera hambre de distancias, necesidad de extraviarse, de cazar imágenes más allá de las que se le ofrecen digeridas y en un marco.

Ciertas actividades cotidianas desperezan sus músculos, interrumpen su letargo y se avivan para reanudarse. No obstante, hay algunas otras que permanecen bajo ese singular estado de hibernación, de postergación perpetua. En este limbo he conocido personas agradables que hoy no temería en considerar mis amigas si acaso no sintiese una vacilación por no haberlas visto nunca frente a frente. ¿Es suficiente un cotilleo por mensaje de texto? ¿Basta un correo electrónico para comprender a una persona? En igual medida me emociona y me aterra verlas algún día en tercera dimensión, averiguar su estatura, su olor y la orografía de su piel que las cámaras depuran en pixeles desalmados. Convertir, por fin, en seres humanos a aquellos bustos parlantes.

No obstante, me corroe el miedo de caerles mal. Nunca he sido buena en el arte de hacer amigos. Al menos eso creo yo, que siempre tiemblo internamente cuando tengo que conversar con alguien nuevo. Pero, como muchas otras cosas que me asustan, realmente disfruto de esa incomodidad, de estar varada con las manos desnudas frente a la inmensidad de una persona desconocida. No hay recetas, no hay manuales, todo se reduce a una insólita combinación de azar, carácter y consonancia. Le llaman química los más supersticiosos.

¿Cómo será ese primer encuentro? ¿Qué sentiremos al pasar la vista por la región inexplorada de nuestras nucas o al detenernos en los perfiles? Me asusta que nunca sé bien qué esperar de mí. Mis habilidades sociales me parecen un misterio. A veces el valor llega de golpe, como una carga eléctrica que me abre una sonrisa y me hace capaz de iniciar una plática, de romper el silencio suponiendo que acaso el otro quiere ser interrumpido en su monólogo mental de voz bajita. Pero otras ocasiones simplemente me descubro siendo muda, apenas un bulto rodeado por un círculo de gente feliz, como si yo hubiese olvidado repentinamente todo el lenguaje; me es imposible dejar de ser ese reptil encaramado en la aspereza de su sangre fría.

Ya antes me he preguntado cuál de esas dos facetas podría considerar mi verdadera personalidad, pero en realidad no lo sé y quizá ni siquiera existe una respuesta. Probablemente todos asumimos diferentes roles dependiendo de la alquimia que se crea en cada interacción humana. Sospecho que sólo soy buena buscando personas tan tímidas como yo con las cuales logro sentirme cómoda. En este panorama nuevo, frente a esos casi amigos a los cuales ya les dije que los quiero sin siquiera saber cómo voy a reaccionar ante su presencia, sin saber si nuestra conversación será fluida o llena de tropiezos, si nuestro sentido del humor será afín, bullen y burbujean mis preocupaciones más secretas. Tal vez es momento de emular la técnica de los sordomudos e imprimir decenas de papelitos que me ayuden en caso de que las cosas no salgan como he pensado: “Soy retraída, me cohíbo sin poderlo predecir, pero espero hablar contigo algún día como si nos conociéramos desde siempre”.

Laura Sofía Rivero

Ensayista. Ganadora del Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez 2020 por el libro Dios tiene tripas: meditaciones sobre nuestros desechos.