El secreto Un cuento de Alberto Calderón

  • Manantial entre arenas

Lucrecia, estaba literalmente desparramada en el sillón de la sala, entretenida con el control remoto cambiando de canal, no se decidía por ninguno, todos le parecían aburridos. Era el día del cumpleaños de su papá. Esperaban a un reducido grupo de familiares y amigos de sus padres, eso la ponía de mal humor; no le gustaba que los invitados vieran los extraños gustos de su progenitor, su colección prehispánica consistían en una cantidad de objetos indígenas antiguos o imitaciones burdas de ellos que con orgullo los mostraba siempre a sus amigos los cuales ponían estúpidas caras de sorpresa, simulaban estar atentos a sus explicaciones de cómo los obtuvo y su significado a pesar de saberlo de memoria.

Estos se fueron acumulando por toda la casa, en la sala, el comedor, le parecía vivir dentro de un descuidado museo de antropología. Había figurillas hasta en el baño, para su padre eran muy valiosas, tenía una obsesión por guardar  cacharros viejos, para el fascinantes,  los adornos de la sala no los soportaba, pero por más que lo mencionaba no quitaban esas cosas colgadas tan feas, lanzas sobre una de las paredes, dos escudos polvorientos, en cada esquina del comedor; un arco con el tirante ya flojo de donde se columpiaban en ocasiones, diminutas arañas. Su principal trofeo era la máscara  con  incrustaciones de una piedra verde con una forma bastante parecida a la de una persona, no tenía adornos exagerados, sus ojos, dos óvalos  perforados para ver desde adentro.

      Ella seguía intentando encontrar algo de que le quitara lo aburrida en la pantalla tan bonita paro tan vacía, solo se movió un poco cuando su madre le dijo que la ayudara a limpiar la casa antes de que llegaran los invitados. Hizo el intento de incorporarse y mascullo.

–Flojera salte de este cuerpo,–  Su conjuro no le sirvió a la primera

La segunda fue al momento en que su madre le apago el televisor y no le quedó otro remedio que levantarse a sacudir por aquí y por allá, después de limpiar el arco y las flechas, de tensar no mucho por cierto la cuerda negruzca que imaginó sería la tripa restirada de algún animal, con un trapo húmedo le quito la telaraña, para finalizar se fue directamente sobre la máscara. Estaba en alto lejos del alcance de alguna mano curiosa, la bajo con cuidado. No pesaba, la limpio; a diferencia de los otros adornos de la sala y el comedor, no estaba sucia, le pareció que tenía su mantenimiento o uso periódico, de todas formas la froto para dejarla brillante. Antes de subirla la curiosidad le gano y como era de esperar, se la puso en la cara. De inmediato un escalofrió recorrió todo su cuerpo se la iba a quitar cuando su madre al ver que no hacia ruido le preguntó,

  • ¿Qué estás haciendo Lucrecia?–

 Al no recibir respuesta pensó que nuevamente su hija estaría sentada en el sillón, fue a verla pero era demasiado tarde. Se encontraba arriba de una pirámide esperando turno viendo como le sacaban el corazón a una joven mujer que gritaba desesperada.

Con sus manos y las  de su madre apenas se la pudo desprender  y  regreso de súbito espantadísima. La colocaron en su lugar y prometieron guardar el secreto. Regresó al largo sillón, ya no prendió el televisor,  había vivido la más sorprendente experiencia de su vida en un instante. Se preguntaba qué otros secretos guardarían todos esos recuerdos prehispánicos. Cuando vio llegar a su padre angustiada, recordó al hombre que empuñaba la obsidiana para quitarles la vida a las mujeres.

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