Morir en el ocaso
|Relatos Personales
Morir en el ocaso
Miguel Valera
Ana María amaba profundamente los atardeceres. Le recordaban las historias del principito viajero que tan bien había contado Antoine de Saint-Exupéry. —Si pudiera viajar en un avión supersónico, decía, me pasaría las 24 horas del día viendo atardeceres, le decía a su amiga Sandy.
- ¡Cómo crees! Eso es imposible, le contestaba la amiga. —El Principito vio un día 43 puesta de sol
—Sí, pero él estaba triste, contestó la amiga
Sandy sabía que a su amiga le invadía una tristeza crónica que no podía quitarse de encima. Más allá de la tragedia de su familia, de la que nunca le gustaba hablar, Ana María se había enamorado perdidamente de Damián, un joven de la Facultad de Filosofía en donde estudiaban, que al final la abandonó cuando se enteró que Teresa venía en camino.
Sobrevivió a sus padres, sobrevivió a Damián, pero no sabía si podría sobrevivir a la tristeza crónica que le aquejaba. Sandy la animó a ver a un terapeuta, a un psicólogo y a un psiquiatra, quienes, a su lado, intentaron descubrir el fondo de su tristeza. Algunos escarbaron en su azarosa vida y otros le ofrecieron salidas analgésicas, llenándola de medicamentos.
II
Por más que intentaba salir de este hoyo existencial, de esta depresión permanente, Ana María sentía que caminaba sobre aguas pantanosas en donde cada día se hundía más. Todo ese pesar existencial se lo transmitía a su pequeña hija Teresa, quien por ratos se convertía en el motor de su vida, pero quien también era víctima de ese padecimiento interno, incontrolable, que Anita cargaba en su vida.
Cuando leía los aforismos del rumano Emil Michel Ciorán, un autor que había descubierto en sus escapadas bibliófilas con Damián, Ana María sentía un consuelo agrio, gris, que curiosamente le resultaba brillante e intenso. “Vago a través de los días como una puta en un mundo sin aceras”. “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad”. “Los días no adquieren sabor hasta que uno escapa a la obligación de tener un destino”.
Si somos seres para la muerte, pensaba, si nuestro destino es el vacío y la nada, ¿qué sentido tiene la vida, la polución trágica de la existencia? Sin embargo, sonreía cuando contemplaba, extasiada, la vitalidad de la pequeña Teresa, su ímpetu, su deseo fisiológico de vivir o sobrevivir, ante la profunda depresión de su madre, sumida en un hoyanco gris, oscuro, del que parecía no encontrar salida.
III
Cuando puso en Google “suicidios sin dolor”, lo primero que le arrojó el buscador fue una interminable lista de ayuda. A los cinco minutos sonó su teléfono móvil y una chica ya le estaba ofreciendo apoyo emocional. —No, señorita, no necesito nada. ¿Quién es usted, cómo consiguió mi teléfono?, le dijo molesta, comprobando que un mundo nos vigila en nuestra vida cibernética.
Una nota le llamó la atención: “Sarco: la cápsula de suicidio asistido que promete “una muerte rápida y sin dolor”. Así, leyó detenidamente Philip Nitschke, un activista australiano impulsor de la eutanasia creó algo que ha sido llamado “la máquina del suicidio”, aunque su nombre real es “Sarco”, que es una abreviatura de “sarcófago”. Y tal como su nombre lo indica, se trata de una cápsula que ofrecería la libertad para que sus usuarios se puedan suicidar.
Leyó, atenta, con detalle, pero no le convenció el hecho de pedirla hasta Holanda. Ya sabía la historia de la “píldora de cianuro” que el equipo cercano a Adolfo Hitler había utilizado para quitarse la vida, como Eva Braun, Heinrich Himmler, Joseph Goebbels y Hermann Wilhelm Göring. Pero ¿cómo conseguir una píldora de esas que sólo se veían en las películas de espías? Sabía que podía comprarlo en tiendas especializadas y que bastaban 20 o 30 gramos disueltos en un vaso de agua, leche o jugo de naranja, para concretar su deseo, pero le pareció complicado.
IV
Sin poder divisar la luz al final del túnel de esta profunda depresión en la que había caído y arrastrando a su hija, un sábado por la tarde, mientas un aire fresco, acariciaba la ciudad, Ana María se encerró en un cuarto de un hotel de la ciudad y preparó dos mamilas con un coctel mortal de veneno que le dio a beber a su hija. Esperó que hicieran efecto en ella y aunque llorosa, se empujó dos vasos entre pecho y espalda.
Todavía alcanzó a ver los espasmos y los gritillos de dolor de la pequeña Teresa. Las lágrimas inundaron sus ojos, cuando perdió el conocimiento y la vida se le fue escapando de su cuerpo. Cuando la señora del aseo descubrió los cuerpos tirados en la cama, aún la espuma estaba fresca. La empleada del hotel gritó de espanto y luego lloró.
Junto con los paramédicos, la primera persona conocida que llegó al lugar fue su amiga Sandy, porque era el único contacto que tenía anotado en una libretita que cargaba. Sandy lloró e intentó abrazarla, pero el personal forense se lo impidió. Con su llanto, se reclamaba a sí misma: quizá debí ayudarla más, quizá debí escucharla más, quizá debí estar más cerca de ella. Ana María ya no le escucha o quién sabe, quizá sí.