Oralia

*AMORES EFÍMEROS 

Sergio Armín Vásquez Muñoz

Te conocí una tarde en la que ya no esperaba nada, porque la suma de las horas invariablemente me daba el mismo resultado al final del día. Pero llegaste.

Mi mirada se despegó de la punta de mis zapatos y te encontré: radiante, plena, única. Sin saberlo, teníamos guardado el mismo mapa en la botella. De pronto estábamos ahí, sentados a la mesa, tomando vino tinto, en medio de las cuatro estaciones que buscaban ponerse de acuerdo sobre el mejor día para el próximo equinoccio.

Nos tomamos de la mano y del alma y emprendimos el primer viaje, en nuestra ave azul. Fue entonces que trascendimos los límites de la ciudad y del pudor. Encontramos el lugar perfecto para ignorar el mundo.

Tu ropa fue cayendo frente a mis ojos, como las hojas de un árbol a media noche, sin testigos y sin prisa. Abriste tus fronteras y no hubo límites. Entre mis manos fuiste al mismo tiempo presa y arquero, musa y poesía, niña perversa y mujer sumisa. Fue así como conocí cada esquina de tu paisaje: el relieve de tu cuerpo, desde tus pies hasta tu frente.

Visité con besos la perfección de tu espalda, hasta encontrar el sensual desorden de tu pelo. Descendí despacio, beso a beso, con los ojos cerrados, como quien baja de un árbol, hasta encontrar tus talones. Y como en el ajedrez, cambiabas de vez en cuando la posición de las piezas.

Conocí con mis mejillas la tibieza de tus muslos. Tus piernas temblaron mientras tatuaba con saliva grafitis de mi nombre. Mis labios recibieron una bienvenida cálida y húmeda cuando llegué al final de la ruta. Y ahí pernocté, haciendo una copia en mi mente de ese territorio, usando mi boca como guía, como niño dibujando en la arena, hasta que tu cuerpo empezó a desdoblar espasmos, agitándose como pez fuera del agua. Marqué con la punta de mi lengua el epicentro de tus orgasmos.

Extenuada y tierna, buscaste mis manos para regresar a la orilla y comenzar de nuevo. Entonces me ofreciste otra ofrenda, la más íntima: mis manos tomaron tu cintura como jarrón egipcio, mientras mi fuerza invadía poco a poco tu resquicio oculto, en donde finalmente tuve el desembarco de mis ganas. Aleteamos juntos, sincronizados, como delfines imitando gaviotas.

Los relojes dejaron de contabilizar el tiempo. Para nosotros la ciudad se detuvo, mientras hacíamos pinturas rupestres con la humedad de nuestros cuerpos, dejando efímeras copias de Pollock en la sábana que nos sirvió de lienzo, de aquella cama cómplice.

Irremediablemente el tiempo dejó de contemplarnos y siguió su curso. Sin saberlo, esa noche curé tus heridas, porque -como en la Edad Media- hay todavía quien se atreve a lastimar a una musa.

Al final, cual sirena, tuviste que regresar al mar. Tus huellas quedaron dibujadas en la orilla de la playa, como única evidencia. Hoy, ya no eres una musa peregrina, porque desde entonces vives en mi corazón.