El último pliegue de tu piel
|Amores Efímeros
Sergio Armin Vásquez Muñoz
I
Abrí los ojos súbitamente. Había dormido unas cinco horas seguidas después de ir a despedirte a la terminal. Hasta ese momento fui consciente de que estaba en el sillón que había sido testigo la noche anterior de cómo tocamos uno a uno los extremos de nuestra lujuria, en un intento de prolongar lo más posible el momento de despedirnos. Me llegaron entonces de golpe las imágenes de todo lo que había ocurrido.
II
Destapé la botella de vino y te pedí que besaras el corcho. Te reíste, lo besaste, sin dejar de mirarme. Recién te habías bañado y sólo estabas envuelta en una toalla. Me pediste tu música favorita para escucharla en lo que arreglabas tu pelo y te colocabas innecesariamente cremas y cosméticos, diciendo querer verte bonita para mí. La verdad es que no era necesario: te había podido contemplar completa minutos antes cuando te bañabas y me mirabas sonriente, con cierta malicia. Ya nada quedaba de la mujer tímida y nerviosa que había llegado tres días antes, me decía a mí mismo, mientras me llenaba los ojos con tu belleza.
III
El agua resbalaba con prisa por cada uno de los centímetros de tu piel, era un viaje largo y sensual, era un recorrido inexacto, porque por más que el agua buscaba caer en línea recta, la turgencia de tus formas la obligaban a cambiar la ruta. Los únicos itinerarios seguros eran los que marcaba tu pelo: toda el agua acumulada en él debía descender por el canal de tu espalda e inundar después el durazno que emergía sobre tus glúteos, empaparlo y seguir su viaje, hasta escurrir en tus talones. Enfrente de ti la situación era diferente: dos hebras de tu pelo caían uno a cada lado de tus mejillas y colgaban hasta tus senos, que sólo eran el principio del camino, pues el agua formaba en ellos breves cascadas que coincidían más abajo, en tu ombligo, el que sólo servía de brújula para guiar la caída del agua hacia un monte de Venus depilado, en donde a partir de ahí esa lluvia artificial no tenía más opción que bañar tus piernas, tus rodillas y tus pies.
IV
Cada uno tomó su copa de vino. Tu pelo aún escurría algunas gotas de agua que rodaban displicentes sobre el brillo de tu espalda y se perdían en la frontera que les marcaba la toalla. Brindamos por la complicidad que había surgido entre nosotros, después de ser perfectos desconocidos, pues apenas hacía un mes y unos días que nos habíamos visto en persona por primera vez y fue como si hubiéramos estado tomados de la mano toda la vida. Recuerdo que después de tantas veces que estuvimos cerca, finalmente terminamos besándonos. Y después de tantos besos, nos fue sobrando gente, nos fueron sobrando calles y nos fue sobrando ropa. Cuando nos dimos cuenta ya habíamos conocido la desnudez y el sudor del otro, habíamos sincronizado los cuerpos a un vaivén sexual inédito para ambos. Pero era la última noche de tu visita y, por más besos y caricias que nos dimos, no pudimos detener el tiempo, ni la salida de tu autobús la mañana siguiente.
V
A partir de ese momento, cada noche hablamos por teléfono, tratando de ignorar la distancia que nos separaba, como un ejercicio de acercamiento y de compañía. Nos contábamos todo: lo que habíamos comido, lo que habíamos soñado la noche anterior, el libro que estábamos leyendo, el café con tus amigas, la cerveza con mis amigos, y si por suerte en ese momento llovía, nos quedábamos escuchando el golpeteo de la brisa o la lluvia en tu ventana o en la mía, a veces riendo un poco, a veces callados por completo, otras diciendo palabras en voz baja, contándonos lo que habíamos sentido en aquel primer beso y en aquel fugaz primer encuentro erótico, y lo difícil que fue el que tuvieras que regresar a continuar tu vida en tu cuidad y yo quedarme a seguir contando mis pasos en las calles de la mía.
VI
Habías prometido que volverías tan pronto pudieras. Y lo cumpliste. Me mandaste la foto del boleto comprado, donde indicaba el día y la hora de salida. En nuestras conversaciones telefónicas de las últimas noches antes de tu viaje de vuelta, solamente hablábamos de lo que haríamos cuando nos tuviéramos cerca. Repasamos todo, como ensayos de una obra de teatro: nos besaríamos mucho, nos abrazaríamos, caminaríamos juntos, comeríamos de todo y buscaríamos cualquier momento solos para soltar los perros de nuestro deseo, dejado a medias aquella primera noche juntos.
VII
Llegó el día más esperado de mi vida. Contrario a mi costumbre, me levanté muy temprano, y como ya tenía todo dispuesto para recibirte, sólo invertí tiempo en bañarme y vestirme. Y ahí estaba yo, media hora antes de lo previsto, en la terminal de autobuses, parado en la sala de espera, en donde 45 días atrás me había despedido de ti. Me avisaste que el autobús ya había entrado a la ciudad, pero el tráfico no ayudaba mucho y empezó a posponerse el momento de tu llegada. A partir de ahí, los minutos no avanzaban. Todos los relojes se pusieron de acuerdo y arrastraban las manecillas lo más lento posible. Aunque el tiempo es el mismo, no significa lo mismo para todos, pensé. Finalmente, te vi descender a lo lejos. Quiero confesarte que la mujer que se fue y la que llegó eran completamente diferentes. No eras como te recordaba, eras mejor: más atractiva, más sonriente, más encantadora, más sensual. Venías perfectamente combinada en cuanto tu ropa y en cuanto a los detalles: traías los labios pintados de rojo igual que tus uñas, tus accesorios eran discretos y, aunque el viaje había sido largo, lucías muy bien. Me viste desde donde estabas, como tratando de distinguirme entre los contrastes de luz a esa hora del día. Yo levantaba las manos y las agitaba como náufrago en la víspera de su rescate. Llegaste contenta, emocionada, feliz y un tanto nerviosa. Claro, hubo un beso, que bien pudo haber durado toda la mañana, porque lo habíamos contenido por mucho tiempo, pero había que terminar de llegar a mi departamento, es decir, tu destino, nuestro destino.
VIII
Llegamos. Tenía reservadas algunas sorpresas que por poco descubres. Te pedí que cerraras los ojos, no muy convencida obedeciste, pero al final te diste cuenta del por qué. Sin titubeos, me dijiste que aceptabas. No importaba cuándo, dónde o cómo, pero tu respuesta fue sí. En ese momento, cualquier plan, cualquier ensayo, cualquier acuerdo, dejó de tener vigencia porque habías abierto la puerta a un futuro juntos y en ese momento iniciaba la construcción de ese futuro. Besé tus manos, besé tu frente y nos abrazamos. De nuevo iniciamos el viaje a nuestros cuerpos, en el que no era necesaria la ropa, ese viaje que días atrás había sido con prisa, pero ahora teníamos tiempo de sobra para realizarlo. Había idealizado mucho ese momento. Te deseaba con todas mis ganas y con todas mis fuerzas. Ahora que te tenía cerca, emergía esa hambre insana, lasciva y extrema, pero al verte ahí, desnuda y expuesta, me provocaste también ternura y mucho amor. Te hice mía, pero como quien acaricia una rosa sin querer desojar sus pétalos, como los colibríes penetran la flor dejándola intacta, sólo goteando la miel recién ofrecida. Entonces me di cuenta que en ti conviven la mujer que se quiere comer el mundo y también la niña frágil e indefensa.
IX
Dejamos de contar las horas. Sólo nos levantamos para buscar comida o vino. Íbamos de un lado a otro desnudos, escuchando música, bailando, cantando, besándonos, abrazándonos, engarzándonos en cualquier parte, sin dejar de mirarnos, sin dejar de tocarnos, reconociéndonos una y otra vez, dejando efímeros tatuajes de saliva en cada parte del cuerpo del otro. Mi perversión encontraba el permiso de tu sumisión y no hubo límites. Tus senos fueron mi paraíso, tus pezones fueron el centro de los múltiples círculos que tracé con mi lengua: los besé y succioné como preludio, antes de morderlos y jalarlos con mis dientes, mientras tú convulsionabas a partir de esas sensaciones contradictorias. Más tarde me dijiste que tu clítoris era una uva a la que le gustaba escurrir su jugo entre mis dientes y mi lengua: amé el jugo de esa uva, porque durante todo ese tiempo fue mi único alimento. No había nada más delicioso, más sutil, más excitante. Esa uva se convirtió en una pequeña isla ubicada exactamente arriba del océano, en el que naufragó mi lengua cada que abrías las piernas. Fueron momentos contradictorios: me provocaste pasión y deseo, pude poseerte completa, toqué los extremos contigo, pero sin dejar de ser sutil y cariñoso. Recuerdo besar tu boca con la mayor dulzura, mientras abajo estaba invadiendo tu intimidad con fuerza y lascivia.
X
Esa última noche, después de que me regalaste el paisaje de tu cuerpo mientras te bañabas, brindamos por la afortunada coincidencia de conocernos. Dejaste caer la toalla al suelo, el agua que aún escurría de tu pelo empezó a perlar tu espalda. Supe que ocurriría algo especial. Por enésima vez me acerqué a ti, buscando tu boca con mis labios, mientras mis manos te recorrían emulando lo que el agua de la regadera había hecho hace un momento: arrastré mis dedos en tu pelo, en tus hombros, en tus senos; los enredé en tus pezones, bajaron a tu ombligo y después buscaron esa cavidad deliberadamente lampiña, que ya insinuaba su humedad. Nuestro enredo de lenguas continuaba. Mis manos buscaron tu espalda, las recibieron tus omóplatos en donde bien podrían estar guardadas tus alas, ya sea de ángel o demonio. Bajé más y ahí estaba la sensualidad de esos gajos de mandarina, que me recibieron llenando mis manos con su concupiscente turgencia.
XI
Sabíamos que era la última noche juntos. Tu mirada tenía un brillo diferente. No eras la niña ni la mujer, te habías trastocado en la sirena que quería beber el agua de mi fuente, y lo hiciste: me vi sentado en mi sillón favorito y a ti hincada, cubriéndome con tu pelo, entregada al ritual que tantas veces me ofreciste, me engullías en un vaivén cuidadoso y enérgico. Te levantaste. Te vi ante mí tan perfecta, como quien ve un amanecer soleado después de varios días de lluvia. Sólo me incorporé un poco y pude besar tu ombligo y luego tu vientre. Era mi turno de comer. Así, de pie, me recibiste entre tus piernas, mi lengua buscó el jugo de uva que ya había quedado expuesto. Suspirabas de a poco, después de a mucho, hasta que sobrevino el caudal que te obligó a agarrarte de mi pelo para encauzar tus espasmos. De nuevo fuiste la flor que cubrió de miel al colibrí.
XII
En ese éxtasis, tu personalidad no tuvo límites. Te desdoblaste. No fui consciente de cómo se fue la sirena y llegó la bruja, que usó mi virilidad como palo de escoba en la que volaste sin abandonar ese sillón cómplice; sólo te recuerdo volcada de espaldas ofreciéndote a mi mirada, con tu cabello agitándose al compás de mi voluntad. Fue así como conocí el último pliegue de tu piel, el oculto, el más íntimo, el más reservado, el más tuyo, y que a partir de ese momento me pertenecía de algún modo. No fue lo que habíamos planeado, fue mucho mejor. Ocupamos todas las horas de nuestra última noche juntos.
XIII
Todos esos recuerdos llegaron a mí de golpe. De momento pensé que había sido el sueño más amoroso y erótico de mi vida, pero cuando por fin abrí bien los ojos y salí de la somnolencia, empecé a ver una a una las evidencias de que había sido real: el frasquito azul en donde habías dejado tu corazón de plata, los pajaritos que colocaste junto a mi colección de tus libros, los vasos azules con chispas doradas, las botellas de mezcal con cabezas de jaguar, tu perfume, tus zapatillas, tu ropa interior y vestidos que colgaste diciendo que para qué los llevabas si regresarías pronto. Esos tres días conocí todos tus lados: la niña y la mujer, la sirena y la bruja, la cortesana y la musa.
XIV
Al despedirnos, nuevamente volviste a repetir tu promesa de regresar pronto. Te creo. Y mientras ese momento llega, escribo esto, como un acto para dejar constancia de lo ocurrido y de lo vivido, para leerlo juntos cuando de nuevo estés conmigo, a tu regreso, que hoy sé que será para quedarte definitivamente.
Del libro “Oralia”.
Amores Efímeros
Ediciones Sempiternas