Soñando una vida
|César Augusto Roa Trejo
Cuando el viento susurra en mis oídos, cuando la hojarasca del otoño nos avisa del abrazo del invierno, y el cielo nublado suspira en profundos sollozos, por aquellas añoranzas, por aquellas esperanzas, que cuan danzas eternas “invocan” el recuerdo de los seres queridos. Vemos las hojas muertas danzar al unísono en el piso, en los remolinos que semejan a las ideas carcomidas por aquellos viejos sueños de antaño; por las risas de las abuelas, o los gritos enérgicos de los abuelos, o en los saltos y burletas de engaño de los menores que se han ido en un suspiro eterno, diáfano y solemne. Y las montañas susurran sus nombres, y los montes claman su presencia; pero las nubes hablan por sí solas, tomando forma de rostros humanos, sonriéndonos desde el infinito cristal de una cúpula celeste. Sin embargo el poderoso relámpago serpentea con una voz de cañón enfurecido, es la voz de Dios, que creo anuncia un nuevo “amanecer”.
Pero la luz cegadora se enciende en nuestros recuerdos, nos trae a la vida a aquellos seres queridos, como extraídos de sus nidos sepulcrales; ahora jóvenes y energéticos, sonrientes y felices desde aquel lejano lugar de lo indómito.
Veo la luna como diáfano cristal en que se reflejan las caras de un ayer, las pláticas del pasado, los abrazos del amor, los momentos amargos y también los felices encuentros en que convivimos riéndonos de la propia vida y su final.
En el ambiente se suspira el tenue olor de las flores que cubren los sepulcros; en las ofrendas el gusto preferido de aquellos cigarrillos fumados por mi padre, o del café que con ternura mi abuela nos preparaba.
Las casas del ayer con sus tejados llenos de gatos revoltosos, que por la noche en su sinfonía “algo” nos querían decir; pero a lo lejos oímos el melancólico aullar de un perro, parecía un hondo grito que anunciaba algún cambio. Al despertar había fallecido la frágil ancianita de al lado, dicen que tenía más de cien años; pero aquel animal que aulló por la noche, dicen los que vieron al cielo que iba corriendo entre las nubes y los ventarrones, apurando a Carmelita, la frágil ancianita que galletitas daba a niños y niñas por igual. Así pasa el tiempo, recordando a las siluetas bailar entre las sombras de la eternidad, vislumbrando solo un sueño, soñando una vida, una vida más grande que la vida misma; ahí es donde debe encontrarse la vasta eternidad en el cielo sin límites y en la lluvia purificadora de las dulces lágrimas de San Pedro.