Petición

Pedro Manterola

Me pidió que le dijera la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Me exigió que evitara la fingida piedad que suele esconderse en los falsos testimonios, tanto como alguna vez me pidió ser clemente al detallar la realidad, petición que a fuerza de repetirse se hizo una costumbre que la hizo afamada. Fue tan célebre su desmedido apego a las mentiras piadosas, que un juglar le dedicó una canción con ese título. «Hoy sólo quiero la verdad», insistió. De alguna parte saqué valor y abrí la boca. “No somos cicatriz, sino destello, no somos pretérito, no somos ayer ni todavía, somos ahora, historia y sin embargo. Somos dolor sobrevivido, no tormento superviviente. Somos el bastidor de la memoria, la remembranza petrificada del sufrimiento trajinado, el puerto inexistente de un lugar deshabitado, el andamio que nos levanta y resucita, el desengaño que se desdibuja en la añoranza, la mentira que se deshace en el futuro…” Me escuchó sin pestañear, sin gestos ni ademanes inquietantes, los ojos fijos en mis pupilas y mis labios, apenas un brillo líquido atravesando su mirada. Terminé de hablar, y por alguna razón me sentí torpe, insensato, casi miserable. «Ahora, tú dime la verdad», pedí. Asintió con la cabeza, y me dijo con un susurro, un siseo que venía del Edén: «Te diré toda la verdad. La mía, la tuya, la de los hombres y las mujeres que somos, los que no fuimos, los que no seremos, los que hemos sido, los que habremos de ser. Pero antes, debes estar seguro de tener el temperamento, la lucidez y voluntad para abrir tus oídos, encontrar tu alma, extraviar el rumbo y cerrar tu boca, a menos que sepas responder y distinguir la felicidad ficticia de la tristeza verdadera. Has escuchado que la vida puede ser mezquina, egoísta, que cansa ver vivir ojo por ojo y aburre la fábula que invita a ofrecer la otra mejilla. Pero nosotros no somos víctimas ni prisioneros, somos pecadores celestiales que habitan la benevolencia, con la mirada transparente, esquivos con la falta de nobleza que impone el cinismo, aletargado entre la bilis y la soberbia. Hablamos, y mientras tanto hay seres que viven y palpitan, palabras que se callan, ríos que se convierten en oleaje, horizontes que dejan de ser un ultimátum, manos que escriben una carta sin destino, labradores que confían en su semilla, mujeres que hablan de amor frente al espejo, hombres que miran el vacío de una calle que siempre está desierta a la vuelta de la esquina. Hay miradas, lenguas, vértebras, neuronas, glándulas, voces, montañas, mares, hormonas, campanarios, piedras que erigen y construyen, manos que acarician, escriben, hablan, labios que son una sonrisa, cantos que atestiguan sentimientos, árboles que agradecen la presencia del sol y se mecen con el viento en noches de luna llena. Somos caminantes, pacientes andariegos que beben, besan, mienten, ríen, lastiman, leen, escuchan, curan, aprenden y perdonan. No hay maldad, no hay cicatriz, no hay tristeza, dolor ni sufrimiento. Somos consciencia, huella, emoción, querencia, lluvia, abrazo que no admite reproches, incertidumbre que no se vuelve laberinto, el canto de una mujer desconocida que te espera en ningún lado…”. «Calla», supliqué, en vano, y en ese momento abrí los ojos. Ella ya no estaba allí. Pero en ese sueño su palabra me empezó a convertir en porvenir, verdad, caricia y verbo.