“El apóstol Pedro y el don de la esperanza”

VIVIR CON ESPERANZA

“El apóstol Pedro y el don de la esperanza”

Por Jacinto Rojas Ramos

La experiencia más terrible que experimentó Pedro fue: el de su traición. No obstante, en virtud de la misericordia divina, ésta se convertirá en ocasión de una profunda efusión del Espíritu Santo, manifestada a través de sus lágrimas. Lágrimas con las que el primero entre los Apóstoles sentirá toda su miseria y su pecado, pero con las que también recibirá la esperanza del perdón.

Para Pedro, esta traición supone una terrible caída. Pocas horas antes, se había declarado ante todos dispuesto a seguir a Jesús hasta la prisión, e incluso hasta la muerte. Era el jefe de los Apóstoles y, como tal, consciente de su obligación particular de guiar al grupo y dar buen ejemplo ante su Maestro.

Para eso lo había elegido Jesús y, por supuesto, su elección no pudo ser equivocada. Pedro estaba totalmente entregado a su misión. Y es entonces cuando sus bellas confesiones, y el agudo sentido que posee de su responsabilidad para con el resto de los discípulos, todo eso se viene abajo en pocos segundos; basta con que, en el patio del Sumo Sacerdote, un humilde criado le plantee esta pregunta: ¿no eres tú también discípulo de este hombre? Y por tres veces renegará Pedro de su Maestro, jurando no tener nada que ver con él… ¡Qué vuelco se produce! ¡El primero convertido en el último!

Sin embargo, el Espíritu Santo, que es el Padre de los pobres, se sirve de tan lamentable caída para volver a remover en lo más hondo el corazón del Apóstol: Pedro cruza su mirada con la de Jesús, y en esa mirada descubre el horror de su traición y toda su miseria; pero, al mismo tiempo, se da cuenta de que no está condenado, que es más tiernamente amado que nunca y que existe para él la esperanza de levantarse y ser salvado. Y Pedro se funde en lágrimas, en las cuales su corazón está ya purificado. La fortuna de Pedro es la de haber aceptado cruzar su mirada con la de Jesús… ¿Y tú, Judas?, ¿por qué huiste de esa mirada y te dejaste cercar por la desesperación? ¡También para ti hubo, hasta el último momento, la esperanza del perdón y la salvación! Tu pecado no fue peor que el de Pedro…

En esa mirada del Maestro, Pedro ha vivido una efusión del Espíritu Santo. Una de esas efusiones dolorosas que empobrecen, que despojan de forma radical, pero que acaban revelándose infinitamente beneficiosas, porque muestran al hombre su impotencia, su absoluta miseria y su nada, y le obligan desde ese momento a no apoyarse en sus solas fuerzas, ni en sus pretendidas cualidades o en las virtudes que cree poseer; que le obligan a contar exclusivamente con la misericordia y la fidelidad divinas, penetrando así en la auténtica libertad.

Los Padres del desierto no dudaban en afirmar: “el que ve su pecado es mayor que el que resucita a los muertos”. El Espíritu Santo ha hecho que se opere en Pedro un cambio decisivo: ha pasado de la confianza en sí mismo a la confianza en Dios, de la presunción a la esperanza. Se puede decir que, con motivo de su negación, Pedro perdió cuantas virtudes practicaba hasta el momento y creía poseer: su fervor, su fidelidad al Maestro, su valor, etc., pero su arrepentimiento hizo que recuperara el don de la esperanza.

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