Herencia maldita

Relatos Personales

Herencia maldita

Miguel Valera

Llevábamos muchos años de conocernos, de recorrer la ciudad como reporteros, de meternos a los barrios más sórdidos para buscar las mejores historias, porque creíamos en el periodismo de periferia. Un día lo llevé a Las Tortas El Capricho, en el número 407 de Augusto Rodin, en la colonia Mixcoac, para que probara las tortas de jamón serrano, las mejores de la capital.

Él, que tenía espíritu sibarita, me rebatió, señalando que las mejores eran las de “La Castellana Polanco”.

No le contesté y le pedí una negra modelo bien fría para que resbalara la torta.

Me dijo que “no”, pero ese “no” fue contundente, frío, seco, como una cuchillada en tarde de 9 grados. Lo miré de reojo, mientras me echaba el primer trago del líquido oscuro de estilo Munich, con aroma a caramelo y malta tostada. “¿No te echas ni una sola?”, le insistí.

Y seco, contestó de nuevo que “no”. —¿Eres hermano?, me lancé otra vez, mientras llegaba un caldito de pierna y acercaban los chiles en vinagre.

Y fue entonces que me contó que no había probado gota de alcohol, porque desde niño fue testigo de la tragedia de su padre, un alcohólico consumado que golpeaba a su madre, que lo aterrorizaba a él y a su hermana Joaquín y que terminó tirado, en un lote baldío de la colonia Agrícola Oriental, en Iztacalco. Las personas que lo encontraron decían que los pájaros le habían sacado los ojos.

Los pájaros que él amaba porque lo acompañaban en las mañanas solitarias pero alegres en la casa de los abuelos, en provincia, se convirtieron en seres de terror, como surgidos de la película de Alfred Hitchcock, locos, fatales, asesinos.

En las madrugadas, luego de la muerte de su padre, despertaba agitado, pensando en esas imágenes aterradoras de las aves, picando los ojos de su padre, mostrando unas cuencas oscuras, como el destino que le esperaba.

Ese día, el sabor de la torta de jamón serrano se me perdió entre la amargura de la historia y mientras lo escuchaba, pensaba en la inseguridad que había notado en su carácter, en su forma de ser. ¿Por qué siempre duda? ¿Por qué le cuesta trabajo decidir, ir hacia adelante en temas básicos?, me preguntaba.

 Además, le costaba llevar proyectos hasta el final y siempre dejaba las cosas a medias. Eso, sentía yo, era parte de lo que cargaba en la mochila de su historia de vida.

No puede ser normal, me decía, que tenga tantas dudas e incertidumbres. Además, su inestabilidad, sus desencuentros amorosos, las preguntas constantes que se hacía sobre su vida. A mí, que me llegó la seguridad en bandeja de plata, desde niño, siempre le cuestionaba el por qué de su inseguridad e incertidumbre. Ese día lo entendí.

Además, pensé, se juzgaba sin piedad y tenía dificultades para divertirse. Eso también viene de la herencia maldita del padre alcohólico, pensé. ¿Por qué la culpa de esto y de aquello? No lo entendía hasta esa tarde de tortas en la colonia Mixcoac. Ese día ya no pedí una segunda cerveza. Preferí la Coca-Cola.

Le dije algunas palabras, le reconocí su amistad y lealtad y le dije que saldría adelante, pero que tenía que buscar ayuda para dejar ese lastre existencial en el camino.

Les tenía miedo a los cambios, porque los consideraba una amenaza y entonces insistí: amigo, tienes que ir más allá de ti mismo, más allá de tus circunstancias y liberarte. Viste la decadencia de tu padre, su muerte, la soledad. Sé que te ha dolido y que todo te da miedo, pero tienes que reconocerlo para buscar ayuda y salir adelante.

No le pude decir más, porque las lágrimas estaban a punto de derramarse. Le apuré con el último trozo de torta y nos fuimos para seguir reporteando en esta gran ciudad.