El espacio poético de Ely Núñez

Ramón López Velarde. Nació en Jerez, Zacatecas

RAMÓN LÓPEZ VELARDE. Nació en Jerez, Zacatecas, primero de los nueve hijos del abogado José Guadalupe López Velarde, originario de Jalisco, y Trinidad Berumen Llamas, de una familia de terratenientes locales. El padre, tras ejercer sin fortuna como abogado, había fundado un colegio católico en Jerez. En 1900, Ramón fue enviado al Seminario de Zacatecas, donde permaneció dos años; más tarde, debido a la mudanza de su familia, se trasladó al Seminario de Aguascalientes. En 1905 eligió abandonar el Seminario y su posible futuro como sacerdote, optando por la carrera de Leyes.

Apoyó abiertamente las exigencias de reformas políticas de Francisco I. Madero, a quien conoció personalmente en 1910. En 1911 obtuvo el título de abogado y tomó posesión como juez de primera instancia en un pequeño pueblo del estado de San Luis, llamado Venado. Sin embargo, dejó su cargo a finales de año y viajó a la Ciudad de México, pensando que Madero, nuevo presidente de la República, le daría algún puesto de confianza, pero no ocurrió así, quizá a causa del catolicismo militante de López Velarde.

A principios de 1914 se instaló definitivamente en la Ciudad de México. A mediados de 1915 se impone en México el liderazgo de Venustiano Carranza y comienza una época de relativa tranquilidad. La poesía mexicana de la época estaba dominada por el postmodernista Enrique González Martínez, escasamente apreciado por López Velarde, como se evidencia en una reseña que publicó por esos años. En cambio, se siente mucho más afín a José Juan Tablada, con quien mantuvo una cordial amistad. En estos años se interesa también mucho por la obra del argentino Leopoldo Lugones, quien tuvo una decisiva influencia en su obra.

Es a partir de 1915 cuando López Velarde comienza a escribir sus poemas más personales, marcados por la añoranza de su Jerez natal (al que ya nunca regresaría) y de su primer amor, «Fuensanta».

En 1916 publica su primer libro, La sangre devota, que dedica a «los espíritus» de los poetas mexicanos Manuel Gutiérrez Nájera y Manuel José Othón. El libro recibió una buena acogida en los medios literarios mexicanos. En La sangre devota está muy presente -incluso en el título- la liturgia católica, asociada por el autor al mundo idealizado de su infancia provinciana y única esperanza de refugio para su atribulada vida ciudadana. El poema «Viaje al terruño» es, en el fondo, una ensoñación sobre el regreso a la infancia. Sin embargo, esta nostalgia del pasado no está exenta de un cierto distanciamiento irónico, como cuando en el poema «Tenías un rebozo de seda…» se recuerda a sí mismo como un «[…] seminarista / sin Baudelaire, sin rima y sin olfato». Una de las piezas del libro que mayor interés han concitado es «Mi prima Águeda», donde también está muy presente la ironía.

En 1917 muere Josefa de los Ríos, «Fuensanta», su amor de juventud. Por entonces López Velarde comienza a preparar su próximo poemario, Zozobra, que habrá de aguardar todavía dos años hasta ser publicado. Entre marzo y julio de 1917 colabora en la revista Pegaso, junto con González Martínez y, a pesar de recibir algunos ataques por su interés por el mundo de la provincia y su catolicismo, su prestigio literario comienza a consolidarse.

Murió el 19 de junio de 1921, poco después de cumplir los treinta y tres años. La causa oficial de su muerte, según el certificado de defunción, fue una bronconeumonía, que se le complicó debido también a la sífilis que padecía. Dejó un libro inédito, El son del corazón, que no se publicaría hasta 1932. Un libro de prosa, El minutero, sería también editado por sus deudos póstumamente, en 1923. El 15 de junio de 1963 sus restos mortales fueron exhumados y trasladados a la Rotonda de las Personas Ilustres de la Ciudad de México.

LA SUAVE PATRIA

Yo que sólo canté de la exquisita

partitura del íntimo decoro,

alzo hoy la voz a la mitad del foro

a la manera del tenor que imita

la gutural modulación del bajo

para cortar a la epopeya un gajo.

Navegaré por las olas civiles

con remos que no pesan, porque van

como los brazos del correo chuan

que remaba la Mancha con fusiles.

Diré con una épica sordina:

la Patria es impecable y diamantina.

Suave Patria: permite que te envuelva

en la más honda música de selva

con que me modelaste por entero

al golpe cadencioso de las hachas,

entre risas y gritos de muchachas

y pájaros de oficio carpintero.

PRIMER ACTO

Patria: tu superficie es el maíz,

tus minas el palacio del Rey de Oros,

y tu cielo, las garzas en desliz

y el relámpago verde de los loros.

El Niño Dios te escrituró un establo

y los veneros del petróleo el diablo.

Sobre tu Capital, cada hora vuela

ojerosa y pintada, en carretela;

y en tu provincia, del reloj en vela

que rondan los palomos colipavos,

las campanadas caen como centavos.

Patria: tu mutilado territorio

se viste de percal y de abalorio.

Suave Patria: tu casa todavía

es tan grande, que el tren va por la vía

como aguinaldo de juguetería.

Y en el barullo de las estaciones,

con tu mirada de mestiza, pones

la inmensidad sobre los corazones.

¿Quién, en la noche que asusta a la rana,

no miró, antes de saber del vicio,

del brazo de su novia, la galana

pólvora de los juegos de artificio?

Suave Patria: en tu tórrido festín

luces policromías de delfín,

y con tu pelo rubio se desposa

el alma, equilibrista chuparrosa,

y a tus dos trenzas de tabaco sabe

ofrendar aguamiel toda mi briosa

raza de bailadores de jarabe.

Tu barro suena a plata, y en tu puño

su sonora miseria es alcancía;

y por las madrugadas del terruño,

en calles como espejos se vacía

el santo olor de la panadería.

Cuando nacemos, nos regalas notas,

después, un paraíso de compotas,

y luego te regalas toda entera

suave Patria, alacena y pajarera.

Al triste y al feliz dices que sí,

que en tu lengua de amor prueben de ti

la picadura del ajonjolí.

¡Y tu cielo nupcial, que cuando truena

de deleites frenéticos nos llena!

Trueno de nuestras nubes, que nos baña

de locura, enloquece a la montaña,

requiebra a la mujer, sana al lunático,

incorpora a los muertos, pide el Viático,

y al fin derrumba las madererías

de Dios, sobre las tierras labrantías.

Trueno del temporal: oigo en tus quejas

crujir los esqueletos en parejas,

oigo lo que se fue, lo que aún no toco

y la hora actual con su vientre de coco.

Y oigo en el brinco de tu ida y venida,

oh trueno, la ruleta de mi vida.

INTERMEDIO

(Cuauhtémoc)

Joven abuelo: escúchame loarte,

único héroe a la altura del arte.

Anacrónicamente, absurdamente,

a tu nopal inclínase el rosal;

al idioma del blanco, tú lo imantas

y es surtidor de católica fuente

que de responsos llena el victorial

zócalo de cenizas de tus plantas.

No como a César el rubor patricio

te cubre el rostro en medio del suplicio;

tu cabeza desnuda se nos queda,

hemisféricamente de moneda.

Moneda espiritual en que se fragua

todo lo que sufriste: la piragua

prisionera , al azoro de tus crías,

el sollozar de tus mitologías,

la Malinche, los ídolos a nado,

y por encima, haberte desatado

del pecho curvo de la emperatriz

como del pecho de una codorniz.

SEGUNDO ACTO

Suave Patria: tú vales por el río

de las virtudes de tu mujerío.

Tus hijas atraviesan como hadas,

o destilando un invisible alcohol,

vestidas con las redes de tu sol,

cruzan como botellas alambradas.

Suave Patria: te amo no cual mito,

sino por tu verdad de pan bendito;

como a niña que asoma por la reja

con la blusa corrida hasta la oreja

y la falda bajada hasta el huesito.

Inaccesible al deshonor, floreces;

creeré en ti, mientras una mejicana

en su tápalo lleve los dobleces

de la tienda, a las seis de la mañana,

y al estrenar su lujo, quede lleno

el país, del aroma del estreno.

Como la sota moza, Patria mía,

en piso de metal, vives al día,

de milagros, como la lotería.

Tu imagen, el Palacio Nacional,

con tu misma grandeza y con tu igual

estatura de niño y de dedal.

Te dará, frente al hambre y al obús,

un higo San Felipe de Jesús.

Suave Patria, vendedora de chía:

quiero raptarte en la cuaresma opaca,

sobre un garañón, y con matraca,

y entre los tiros de la policía.

Tus entrañas no niegan un asilo

para el ave que el párvulo sepulta

en una caja de carretes de hilo,

y nuestra juventud, llorando, oculta

dentro de ti el cadáver hecho poma

de aves que hablan nuestro mismo idioma.

Si me ahogo en tus julios, a mí baja

desde el vergel de tu peinado denso

frescura de rebozo y de tinaja,

y si tirito, dejas que me arrope

en tu respiración azul de incienso

y en tus carnosos labios de rompope.

Por tu balcón de palmas bendecidas

el Domingo de Ramos, yo desfilo

lleno de sombra, porque tú trepidas.

Quieren morir tu ánima y tu estilo,

cual muriéndose van las cantadoras

que en las ferias, con el bravío pecho

empitonando la camisa, han hecho

la lujuria y el ritmo de las horas.

Patria, te doy de tu dicha la clave:

sé siempre igual, fiel a tu espejo diario;

cincuenta veces es igual el AVE

taladrada en el hilo del rosario,

y es más feliz que tú, Patria suave.

Sé igual y fiel; pupilas de abandono;

sedienta voz, la trigarante faja

en tus pechugas al vapor; y un trono

a la intemperie, cual una sonaja:

la carretera alegórica de paja.