Las horas

Pedro Manterola

Hoy salí de casa en espera de que las horas duraran un poco menos, de que el día desapareciera sin dejar siquiera rastros de papel en el almanaque.

Entre la despedida y el querer estar en otra parte no se sabe ya si las querencias son un sonido sin volumen, un aroma enterrado a mitad del bosque, una cita impostergable en un lugar desconocido. La jornada merecía repetirse después de algunas voces, un par de saludos, un café, una llamada, dos mensajes y una visita tan breve como perdurable.

Pero los días son camisas iguales de colores diferentes, el mismo sueño que se repite esté dormido, en duermevela o atorado a medio insomnio. Ayer soñé que mi abuelo me llevaba a un partido de futbol. Un estadio grande, lleno hasta la bandera, y en el campo los once jugadores del que fue el equipo favorito de mi padre. Pude ver las piruetas y el talento de jugadores de los que sólo conozco la leyenda. Hay algo profundo de mí en esta historia, un deseo postergado, una afición siempre latente, una frustración heredada de padre a hijo. Un equipo son 11 piedras levantando una metrópoli. Algún domingo se romperá esa penitencia. Miro el santoral, en espera de alguna señal, un vaticinio.

Aparecen Juan el Bautista, Guido Maramaldi, Próspero de Aquitania, víctimas que no aceptaron serlo, mártires sin sufrimiento que tarde o temprano vieron triunfar su causa. Saludo su existencia y agradezco que sean tipos sencillos, sabios, humildes, poderosos sin hambre de dominios. Cosas raras viajan en el pensamiento. Mientras repaso mi sueño, sin lamentos pienso por enésima ocasión que no tuve la suerte de conocer a mis abuelos, y ambos son desde siempre motivos de mi amor propio. Hubo un tiempo en que éramos los mejores, otro en que volvimos a serlo, uno más en que seguiremos siéndolo. Ahí está la fecha, en algún lugar del calendario, días del porvenir que dejarán de ser un mañana eterno. Cierro los ojos para verme de nuevo en las gradas de un hermoso campo de futbol. Soy nieto, hijo, padre. Antes de nacer, yo presentía que un día iba a ser feliz. Hablar de los demás es un silencio talado con maldad. Rebuscar la vida de todos es vivir la vida de gente que no existe. Prestar oídos a las maledicencias de otros es ser cómplice de villanías y perfidias. Para mí no son, no están, vegetan, no subsisten.

Llovió, y luego el sol llegó sin esperar a nadie. Me abrazo a un árbol. Busco una razón para la alegría, y la felicidad aparece siempre a la vuelta de la esquina. Tiene el nombre de mis hijos, la sonrisa de una mujer que no me juzga desahuciado. Una voz me dicta de memoria una idea que no es para soñar en el día siguiente. El amor será el acorde de una guitarra, el quehacer se convertirá en descubrimiento que premie esta dilatada travesía. Mi ciudad será de nuevo un hogar, el dinero no será necesidad, el talento me devolverá la confianza, la envidia y el rencor del extraño que no sabe nada de sí mismo ya no servirán como argumento.

Soy el humo de un cigarro con rastros de carmín. Un pájaro que se convierte en una nube, un sol que sabe que el cielo no es la gloria. La luz que traza el itinerario de un viaje por los cuatro puntos cardinales. No hay temores, indiferencias ni lamentos. La tarde es también amanecer. El día empieza y termina a todas horas. Hay una mujer que me mira a los ojos, que no multiplica el eco de mis pecados, que me sigue con una mirada sonriente cuando me encuentra por la calle. Mi nombre desde siempre es Pedro, herencia, recuerdo, orgullo que llega hasta el futuro. Soy piedra, esa que querías ver lápida, y ahora soy calzada. Guijarro que traza su nombre a mitad del horizonte.