LOS VERDADEROS FANTASMAS

Carlos Manuel Cruz Meza

Esto que estás oyendo ya no soy yo.

Es el eco del eco del eco de un sentimiento.

Jorge Drexler

A través de los siglos, una figura aparece en todas las latitudes, como símbolo de que la pasión por lo ultraterreno es común a todos los mortales, produciendo un arquetipo: la figura del fantasma, ese ser de abolengo rancio y profundas raíces en nuestra psique. A diferencia de otros mitos sobrenaturales, el fantasma se ha legitimado a lo largo de los siglos. No hay cultura humana que no posea historias sobre fantasmas: de Grecia a China, de Inglaterra a México, de La India a Sudáfrica. Docenas de apariciones se repitieron hasta la saciedad en antiguas leyendas y pasajes de libros sagrados. Fantasmas literarios poblaron Londres, Nueva York, Roma, Maine, Milburn, Comala y Buenos Aires. Fantasmas recorren la obra de William Shakespeare y Miguel de Cervantes, fantasmas habitan los campos de batalla, las grandes mansiones, los castillos, las casas encantadas y algunos cementerios. Un fantasma motivó a Hamlet a la venganza y otro enloqueció a Lady Macbeth. El fantasma de Julio César atormentó a sus asesinos y el de la decapitada Ana Bolena deambulaba por la Torre de Londres, con su testa entre las manos. Un barco espectral combinó dos elementos, el viaje y el fantasma, en la figura del Holandés Errante. Hay fantasmagóricas representaciones en pinturas, fotografías, canciones, novelas, poemas, películas, series de televisión.

Los fantasmas casi siempre buscan cumplir con una misión: denunciar a un asesino, compartir un secreto, mostrar un tesoro, expiar un pecado, anunciar una muerte. A veces incluso revelar el futuro. También son guías y en ocasiones, protectores. Están formados de la misma substancia que los sueños y como tales, se desintegran al poco tiempo. Esta característica se concreta en la repetida frase de Bill Bryson: “No puedes volver a casa”.

La fuerza de los fantasmas radica en que el pasado acaba imponiéndose sobre el presente y continúa afectándolo siempre. La Historia Universal es un gran cuento de fantasmas: el pasado siempre se magnifica e idealiza como un sitio feliz e intocado. La niñez es el gran fantasma del ser humano, uno que acude a consolarlo o a atormentarlo de manera recurrente ante la menor provocación y que nunca puede exorcizarse.

El fantasma es imagen y sonido, pero no materia. Como una grabación, realiza actos repetitivos, quizás de forma involuntaria. Nada hay de nuevo en él. Representa el eterno tedio. Es un concepto, una esencia, un recuerdo. Una presencia ausente. Más parecido a un aroma que a un objeto. Más intuido que visto. Más elusión que alusión. Un constructo intangible, un concepto fútil, una idea baladí, un deseo recurrente y jamás satisfecho. La imagen mental que provoca un poema.

Hay fantasmas verdaderos, espectros reales: habitan la memoria y la imaginación. La evocación los produce. A veces son aire y a veces son humo. Perviven en nuestros recuerdos. Son la imagen deforme de algo que ocurrió, una sensación manipulada, emociones condenadas a la eterna reiteración. “El infierno es la repetición”, dijo Jean Baudrillard, e infernal es obligar a nuestros espectros mentales a revivir un evento, una y otra vez. Los verdaderos fantasmas somos nosotros.

Fantasmas son los que atormentan a los esquizofrénicos y a los psicóticos, las alucinaciones causadas por enfermedades mentales o por la influencia del alcohol y las drogas: protagonizan el delirium tremens y conducen al suicidio o la locura, a la violencia o el ostracismo.

Fantasmas verdaderos son las personas atrapadas en las imágenes del cine o en las fotografías, que vemos en un instante congelado, en un momento robado al tiempo, siempre ejecutando las mismas acciones. También las voces muertas o ausentes que cantan desde un disco, a veces de intérpretes fallecidos o de artistas que han cambiado por completo, y una de cuyas versiones quedó atrapada para siempre en una grabación. Hasta podemos contemplar nuestro propio fantasma al mirarnos en una fotografía, en un video o escuchar nuestra voz grabada: fuimos el espectro que ahora somos.

Los fantasmas moran en las transmisiones de radio o televisión. Pueblan Internet, con su presencia impuesta las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Cuando los percibimos ya no están más, son huidizos, se escabullen, se escurren ante nuestros ojos como el agua entre las manos. Fantasmal es la voz muerta en el teléfono, del otro lado de la línea, que llega a nosotros desfasada, cuando ya no existe. El eco es el fantasma de un sonido.

Fantasmal es la luz de las estrellas, que llega a nosotros cientos de años después de haber sido emitida o incluso cuando la estrella ya no existe.

Un espectro real es el reflejo en un espejo, la imagen que el muro de azogue nos devuelve: nuestro doble inmaterial, esa representación nuestra que carece de sustancia y que se mueve, nos mira, imita nuestros movimientos y que un día ha de desafiarnos.

El fantasma más inquietante es aquel que nos ignora, que no nota nuestra presencia, que nos convierte a su vez en espectros. Es atisbar una sombra, un efluvio del pasado, saber que vemos y no podemos ser vistos, que esa imagen sigue cumpliendo una función, ignorante de que está siendo observado por alguien del futuro. Nos carga de una soledad espantosa, de la impotencia de la incomunicación. Somos incapaces de tener acceso a lo pretérito. Porque todos los fantasmas viven en el pasado.

La totalidad de los seres vivos que han existido son o serán espectros, simples reflejos que van descubriendo su condición especular, quizás porque la vida es un trayecto cuyo destino final es la muerte. Para los días venideros somos fantasmas. Formamos parte de un pasado que será. En su momento, quizás alimentemos nuevas historias con nuestras apariciones y descubramos que, en palabras de MIlán Kundera, “la vida está en otra parte”. Y la muerte también.