Ojos bien cerrados

Relatos Personales

Ojos bien cerrados

Miguel Valera

Cada vez que salía de su casa solía mirar hacia el cielo. Aunque creía en Dios, no lo buscaba en las alturas. No. En la oscuridad de las alturas buscaba una estrella, un tintine, un pequeño resplandor que le generara eso que filósofos y creyentes llaman esperanza. Cuando el cielo era plúmbeo, gris, no encontraba nada, pero cuando era límpido, se le iluminaba el rostro, porque ahí estaba, una por aquí y otra por allá, luminiscentes, cientos de estrellas.
Entonces sonreía y su rostro brillaba como nunca, a pesar de la grisura de los días. Ese cielo estrellado le daba vitalidad y fuerza, le servía para iluminar sus pensamientos, su mundo interior, para realizar este trabajo al que llegó forzada, empujada por las circunstancias de la vida. —¿Qué te pasa?, le decía su matrona, corpulenta, de rostro agrio, al ver su cara brillante por esa sonrisa. —Te ríes como si estuvieras loca, parece que tú eres la única que disfrutas esto, le lanzaba bruscamente.

Entonces se metía al cuartillo húmedo, con una cama vieja al centro, una pequeña ventana cubierta por una cortina sucia y un buró de donde sacaba los aditamentos protectores de trabajo. —Ya tienes tres, entre más rápido los atiendas, mejor, niña, así que apúrate por favor, le decía la corpulenta ñora. Antes de abrir la puerta de los visitantes se asomaba por la ventanita para encontrar esa luz que le acercaba la esperanza.

Ese anhelo, ese deseo de ver el cielo estrellado le había llegado desde que era niña y uno de los visitantes de su madre olvidó una revista con una imagen de “La noche estrellada”, de Vincent van Gogh. Desde entonces esa imagen le ayudaba a salir de la oscuridad. No sabía quién había sido Van Gogh ni le interesaba. No sabía que la obra fue pintada en 1889 y que formaba parte de las vistas nocturnas desde la habitación que el artista ocupó en el sanatorio mental de Saint-Remy, en Francia, en donde estuvo internado por voluntad propia.

Para ella, ese cuadro y los cielos estrellados que buscaba cada día, significaban una fuerza misteriosa que le ayudaba a sobrevivir, a caminar hacia adelante, a meterse a la cama una y otra vez en ese cuartillo sucio, para sacar adelante a los tres hijos que su padre había abandonado, acusándola de “puta”, por la mala reputación heredada de su madre. Aunque desde niña deseó profundamente no terminar como su madre, las circunstancias la llevaron por aquí y por allá a esa práctica, considerada la profesión más antigua del mundo, aunque Yuval Noah Harari diga en De animales a dioses que la primera fue la Contabilidad.

Por eso, cuando llegaba uno y otro cliente, los atendía con amabilidad y cuando empezaba la acción solía cerrar los ojos, para encontrar en la oscuridad, el cielo estrellado de Vincent que de niña había visto en la pintura desgastada de una revista vieja. Entonces todo se volvía más amable, más agradable, menos tenso, a pesar del hedor de cuerpos sin asearse, de miradas lujuriosas, necesitadas también de amor, que hundían su cuerpo en el suyo, buscando una luz de esperanza, como la que ella encontraba en los cielos estrellados.

Cuando salía del cuartucho, al terminar la jornada, seguía sonriendo, ante la mirada de las compañeras y de la matrona que la tachaba de loca.