Amores desventurados: el suicidio de Manuel Acuña

  • A media mañana del día 6, la noticia corrió por las calles de la ciudad: Manuel Acuña, estudiante de medicina, poeta laureado, joven esperanza de las letras nacionales, se había suicidado a los 24 años

Bertha Hernández

Era diciembre de 1873. Había sido un año oscuro, lluvioso y frío. A media mañana del día 6, la noticia corrió por las calles de la ciudad: Manuel Acuña, estudiante de medicina, poeta laureado, joven esperanza de las letras nacionales, se había suicidado a los 24 años. Era un secreto a voces que el joven literato sufría de mal de amores, de amores no correspondidos. Era igualmente conocido el nombre de la causante de tales desdichas: Rosario de la Peña, musa de la mitad de la república de las letras del México de entonces.

ROSARIO, LA “RESPONSABLE” DEL SUICIDIO

En un arranque, el maestro de aquella camada de escritores jóvenes a la que pertenecía Acuña, Ignacio Manuel Altamirano, corrió a la calle de Santa Isabel —en el rumbo donde hoy se levanta el Palacio de Bellas Artes— y entró en la casa de Rosario, a la que halló un tanto inquieta, pues ese día, Acuña no había llegado de visita a media mañana, como solía hacer, sin falta, después de sus prácticas de medicina.

“Rosario, ¡¿qué ha hecho?!” —increpó Altamirano a la mujer— “¡¡Acuña se acaba de matar por usted!!” Con aquellas palabras, el escritor y periodista había materializado un sentimiento colectivo, en el México aún romántico de la República Restaurada, bajo la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada.

Era Rosario de la Peña dos años mayor que Acuña, en cuya casa se armaba una de las mejores tertulias literarias de aquellos días, a la que asistía, en calidad de enamorado sin esperanza, ni más ni menos que don Ignacio Ramírez, el gran “Nigromante”. Como él, había muchos más que intentaban, infructuosamente, ganar el corazón de aquella inteligente mujer.

UN FUNERAL LLENO DE HISTORIAS TORMENTOSAS.

La Escuela de Medicina entera, con su director, don Leopoldo Río de la Loza a la cabeza pidieron a las autoridades que el cadáver no se llevara al hospital de San Pablo, que después se llamó Juárez, y se le hiciera la autopsia en la propia escuela.

Al final no hubo tal autopsia: apoyados en el testimonio del cercano amigo de Acuña, Juan de Dios Peza, quien halló el cadáver, sumado a los comentarios de los estudiantes que acudieron, a los gritos de Peza, a la humilde alcoba de estudiante del poeta, identificaron “el olor de las almendras amargas” en los labios de Acuña, con el envenenamiento con cianuro.

Por medio de una pequeña bomba, aún rescataron, del estómago del cadáver, rastros de la sustancia mortal.

Acompañaban al cuerpo del poeta, desde luego, sus condiscípulos y los profesores de la Escuela de Medicina, pero también marchaban políticos, periodistas y escritores de tres generaciones, casi todos ellos de filiación liberal. Acuña había participado en algunos proyectos de periodismo encabezados por Altamirano, quien “lo mimaba como a un hijo”, con los que se ponía coto a las pretensiones de algunos grupos conservadores, de volver a ganar terreno político.

Salió el cortejo de la plaza de Santo Domingo y cruzó pequeñas calles para salir a San Francisco (hoy Madero), y tomar luego por la vieja San Juan de Letrán y el Niño Perdido —en sentido contrario de como hoy fluye el Eje Central Lázaro Cárdenas— y en la calle del Hospital Real dieron vuelta a la derecha para entrar directo al cementerio del Campo Florido, cuya única huella, hoy día, es la iglesia que sobrevive en la colonia de los Doctores.

Sepultaron a Manuel Acuña en aquel cementerio pobrísimo, costeada su fosa por colecta de sus amigos. Así comenzó la leyenda del poeta atormentado, autor del “Nocturno” que muchos años fue modelo de la lírica romántica.

Por esa leyenda, que amigos y compañeros de Acuña se esforzaron en cultivar, casi desapareció de la historia un pequeño dato: a las pocas semanas del sepelio, llevaron también al Campo Florido a un bebé de pocos meses, muerto de pobreza, de debilidad y de frío; se llamaba Manuel Acuña Méndez y era hijo del suicida y de la escritora y también poeta Laura Méndez Lefort.

Por “discreción”, dijeron los amigos, por no remover situaciones dolorosas —Laura Méndez acabó casada con un amigo de Acuña, Agustín Cuenc—, se tendió un manto de olvido en la tormentosa vida sentimental del autor del “Nocturno”.

¿LA REVANCHA? DE ROSARIO?

Tuvo la fortuna Manuel Acuña de que sus amigos no lo olvidaran. Cuando el cementerio del Campo Florido entró en decadencia y deterioro —fue una pésima idea del Ayuntamiento hacer un panteón en un terreno de antiguas chinampas—, la autoridad capitalina empezó a ganarle terreno para trazar la colonia de los Doctores, y los restos del poeta fueron rescatados para llevarlos, en 1897, al Panteón de Dolores, donde se quedaron veinte años, hasta que se les llevó a la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres, en la ciudad de Saltillo, donde aún permanecen.

Pero cincuenta años después del suicidio de Acuña, Rosario de la Peña, ya una anciana de 76 años, accedió a contar su versión de la historia a un reportero: Roberto Núñez y Domínguez, mejor conocido en el México de 1923 por su nombre de guerra preferido: Roberto El Diablo.

Rosario, que nunca se casó, reveló al periodista los detalles del drama vivido medio siglo atrás: en cuanto la vio, en mayo de 1873, Manuel Acuña se había prendado de ella y había solicitado, de inmediato, permiso para visitarla, y a las pocas semanas le declaró su amor. Arrojó a los pies de la chica las coronas de laurel ganadas en alguna justa literaria y se hizo público el asunto: el poeta ama a la musa con todo su corazón, y aunque ella no da un “sí” rotundo, admite sus visitas y requiebros.

Y entonces aparece en escena el gran Guillermo Prieto, que profesaba amor de padre por la mujer, y por ese enorme cariño, le cuenta las andanzas sentimentales de Acuña, pues el poeta, al tiempo que la corteja, tiene amores con su lavandera y con Laura Méndez. Rosario se entera de que existe un hijo —fuera de matrimonio, por cierto— del hombre que la visita a diario y que tiene la ocurrencia de referirse a ella como “mi santa prometida”.

Apenas se entera de todo, Rosario se enfrenta a Acuña y le echa en cara lo que sabe. El poeta, abatido, confiesa: todo es verdad. Ella rechaza las pretensiones amorosas del vate y le exige que deje de referirse a ella como su “prometida”. Aún aturdido, Acuña se sienta ante el álbum de tapas de nácar donde literatos de toda clase han dejado un breve homenaje a la muchacha. Allí escribe el “Nocturno”, escrito al menos tres meses atrás, según testimonio de Juan de Dios Peza.

Cerró Acuña el álbum y con un “a ver qué le parece esto”, se retiró.

Revela Rosario algo que, hoy día, es perceptible en el conjunto de la obra de Manuel Acuña: el temperamento melancólico y profundamente depresivo del poeta. Incluso, llegó a preguntarle: “Rosario, si usted me llegara a querer, ¿sería capaz de tomar cianuro conmigo?”

Ella, desde luego, lo regañó: “Qué cosas se le ocurren. Ni usted ni yo tenemos por qué matarnos. Deje de pensar en tonterías”. Pero el poeta no dejó de pensarlas.

El 5 de diciembre de 1873, el enamorado se despidió como todas las noches, y dejó en la mano de su musa una carta, donde se despedía “para siempre”. Ella creyó que el poeta exageraba.

—“Pobre Acuña”, dijo Rosario en aquella entrevista de 1923, un año antes de morir. “Hace mucho que le perdoné lo que hizo”.